lunes, 27 de agosto de 2012

El ocaso

Un bar irlandés de San Petersburgo. La calle se llama perspectiva Nevski, como en la canción de Franco Battiato. Suena una versión de "Let it be" de los Beatles. El viaje ha llegado a su fin. Los nómadas del hierro han recorrido medio mundo marcando rumbo a Poniente. Doce mil kilómetros, dos continentes, tres países, dos mares y un gran lago, un desierto, mil montañas, los bosques boreales y la estepa... Y así, justo a la hora de la puesta de sol, los viajeros han llegado hasta un punto donde no podían dar un paso más por tierra.

Hoy, a las siete de la tarde, las suaves olas del mar Báltico han mojado las suelas de nuestras botas, ajadas ya por el polvo del camino. Allí hemos vaciado la botellita que cargábamos desde Hong Kong con agua del mar de China. Y ya está.

Ha sido el último día de viaje (mañana solo resta el regreso a Moscú para tomar el vuelo) y esta mañana nos hemos bajado del tren para meternos entre pecho y espalda la colección del Hermitage. Impresionistas, Velázquez, Picasso... Hemos recorrido la ciudad más hermosa de nuestra odisea, hemos admirado sus monumentales edificios, sus iglesias llenas de cúpulas doradas. Hemos recordado también su sangriento pasado. En el sitio al que los alemanes sometieron a Leningrado (así se llamaba entonces) murieron cerca de dos millones de civiles durante la Segunda Guerra Mundial. Y en uno de sus arrabales lucharon los voluntarios de la División Azul.

San Petersburgo, con su elegancia imperial y su bohemia, pone el broche final a una andanza que tuvo de todo: rascacielos imposibles, llanuras infinitas, murallas, soldados enterrados... Hubo barcos, fiestas y desiertos, pastores y militares, confort y cuellos de pato en el suelo, caballos y vagones, buenos amigos y sustos con final feliz...

Todo ello viaja en nuestros macutos, y allí quedará hasta que los abramos con una nueva aventura en mente. No tenemos piso, ni coche, ni vicios caros, solo nuestras mochilas y un mapamundi...

Y así termina también esta bitácora, una ventana a nuestro viaje para los lectores y ahora un baúl de los recuerdos. Gracias a los que nos siguieron, a los que nos echaron un cable durante estas semanas, a los que nos dieron blog (Txetx), visados (Eras) o casa (Ángela), y a los que nos aguardan en casa. Nos vemos en nada...

Un abrazo a todos.

El síndrome 'Transib'

Pegarse cuatro días de la vida de uno encerrado en un tren, a priori, puede parecer un coñazo, cuando no una tortura. Lo es, en parte, aunque también resulta una experiencia interesante difícil de olvidar. Estamos ya en San Petersburgo. Les cuento:

Viajamos en vagones de tercera. Esto es literas atravesadas o alineadas a lo largo de pasillos sin compartimentos, ni puertas, ni nada que pueda ofrecer intimidad alguna. Como una gran habitación de unas cincuenta camas.

Por la noche, la gente duerme mecida por el suave traqueteo del tren. Cada cierto tiempo retumba un fuerte "CLONC CLONC" y el vagón se estremece. Son los empalmes de los rieles, ya no nos despiertan. Por el día, los pasajeros convierten los lechos inferiores en butacas con una diminuta mesita y queman como pueden las interminables horas: juegan a cartas, comen, beben, charlan, miran, fuman entre vagones, o yacen. Nadie se ducha, por lo que el olor es aquí almizcleño y denso. No importa. Hace tiempo que ya no.

Hay muchos niños pequeños y por ello, en algunos andenes, los buhoneros se apostan para vender peluches, juguetes y libros para colorear. Saben que una criatura metida cuatro días en un tren significa ganancias en la misma proporción que tedio paterno. Negocio redondo, vaya.

El pasaje es variopinto: viajeros solitarios y sombríos, familias con nietos y abuelos al competo, estudiantes, marines de la flota del Pacífico que regresan a casa de permiso y se visten con el uniforme de gala cuando llegan a su última estación, y dos españoles. Pasado Ekaterimburgo, subió una chica con dos de esos extraños y repulsivos gatos sin pelo ni bigotes, que me despertaron con sus lastimosos maullidos. Hablaré de ella más tarde.

En el vagón nos tratamos todos familiarmente y en cada recodo, los pasajeros comparten lo que tienen. La señora que pernocta debajo de Gabri nos convidó una mañana a almorzar un embutido casero y pepinillos frescos. Katia, la estudiante que vive bajo mi litera, nos ofrece pipas y chucherías de vez en cuando. A veces pasa una anciana diminuta ofreciendo unos bollos rellenos de patata y anunciando su mercancía como una letanía: "krasnayaska, piska, kapuska". Un día le compramos género y nos perdonó un rublo. Desgraciadamente, nadie habla inglés aquí.

Un risueño y grueso revisor de uno de los vagones de primera nos oyó discutir una vez en castellano y nos llevó -a modo de terapia- al compartimento de una pareja milanesa que viajaba en primera. Allí tuvimos una agradable tertulia en italiano sobre aventuras y desventuras de unos y otros. Hay que ser un tío con ojo fino, para presentar a dos españoles y dos italianos únicamente para que puedan charlar en algo derivado del latín. Nos hizo un gran favor el hombre.

Otro día le pedí a una chica que nos sacase una foto en alguna estación siberiana cuyo nombre jamás recordaré. Lo hice simplemente porque no parecía rusa. Mis sospechas se confirmaron cuando le pregunté si hablaba inglés. Es alemana de origen kazajo y hemos hecho el viaje prácticamente juntos. Hablar inglés o una lengua familiar hermana aquí más que compartir los colores de un equipo de fútbol.

En cada vagón hay una encargada. Son cumplidoras y serviciales, pero serias y adustas como zarzas. La nuestra se llama Vera. Es joven y lozana, de anchas caderas, mofletes carnosos y rubicundos rizos. No sabemos si habla -ruso, inglés o chino mandarín- pues cumple con su trabajo y calla. Nuestros esfuerzos por iniciar una conversación trivial se han estrellado siempre contra un muro de mutismo absoluto.

En el tren también hay gente que hace tiempo perdió la cabeza. Generalmente son trabajadores del tren. Vienen y van del Pacifico a Moscú una y otra y otra vez. Hay un revisor con cara de calavera que se mueve a trompicones, mira fijamente a los ojos y lanza sábanas y mantas a los viajeros.
Un día me agarró de las caderas y me estampó literalmente contra la pared porque estaba en medio del pasillo que debía cruzar. Otro día le vimos arrojar una bolsa de basura en el espacio entre vagones. Locura pura.

Luego están los apátridas y vagabundos. Fuman como carreteros y permanecen impasibles ante un saludo o una pregunta. Mirada perdida y chimenea en la boca. Vagan por los vagones como ánimas en pena. Ni sienten, ni padecen. Pero a nosotros nos inquietan con sus aires de psicópatas.

Y como guinda, en nuestro vagón tenemos a la loca de los gatos. Duerme con ellos abrazados a menos de tres metros de nosotros. Éstos se parecen a los conejos exhibidos en la carnicería, con sus venillas azules, su piel fina y denterosa y sus costillas. Son de un color ceniciento y enfermizo. Los pobres engendros además hieden a miserias y, sobre todo, maúllan. Maúllan incesantemente como implorando que los sacrifiquen. "Miau, miau, miauuuu". Puedes oírlos gemir durante todo el día sin darte cuenta, pero a la noche la cosa es más peliaguda. Cada "miau" se te clava en las sienes como en una tortura china. Y es aún peor la imagen de su dueña abrazada a ellos en la litera, vestida aún con su peto vaquero y provista de unos cabellos crespos y pajizos que siempre mesa. A veces, puede ser a mediodía o de madrugada, sale al entre vagón con los dos felinos calvos, que tiritan todo el tiempo, para que respiren en su agonía. Los trata como si fueran bebés, los lleva en brazos y los besa en las resbalosas nucas frecuentemente, susurrando dulces palabras en sus grandes y traslúcidas orejas. Como una cabra. Como una maldita cabra.

Nosotros luchamos de diversas
formas contra ese síndrome del Transiberiano que parece hundir en el tedio y en abismos desquiciantes a ciertos individuos. Una tarde empezamos a silbar bandas sonoras pero, al parecer, silbar en Rusia es de malísima educación, así que cesamos de hacerlo cuando Vera -la revisora- nos censuró ásperamente.

Gabri se está leyendo "Miguel Strogoff" y yo he terminado "La muerte de Iván Ilich" y "el Hombre que quiso ser rey". Por otro lado, no nos quedan más películas en el IPad, así que un día rodamos y montamos una. Cuando acabamos, decidimos doblarla al ruso y subtitularla. Quedó bien, pero el juego no dio más de sí una vez agotada por dos veces la batería.

A veces el tren hace paradas largas, de treinta minutos o una hora. Aprovechamos entonces para estirar las piernas o aprovisionarnos de refrigerios. Un día, en Marinsk, nos pasó algo divertido. Transcribo la anécdota tal y como la apunté en mi bitácora al poco de ocurrir:
...
--Nadie dijo que algo tan sencillo como pelar un huevo duro podría tener consecuencias tan nefastas. Hoy casi las ha tenido. Estación de Marinsk, son las ¿19.35? de la tarde y nuestro tren se detiene veinte minutos en una remota estación de la remota Siberia rusa.

Nos damos un garbeo y paramos en una fonda a pie de vía, donde una dulce señora nos ofrece pesadas empanadas de carne que deglutimos con hambre leonina. Tras las empanadas, nos llama la atención una bandejita de huevos duros que la dulce señora exhibe en su mostrador. Pedimos dos y pagamos 16 rublos por ellos.

Mientras los pelamos y sazonamos, Gabri insiste en lo mucho que le gustan los huevos de esa guisa. Recuerda cómo, durante su estancia en la gélida Copenhague, se preparaba una docena a principios de semana para consumir huevos duros en la universidad. Yo estoy de acuerdo con él: los huevos duros, pese a su sencillez, son exquisitos.

Salimos de la fonda con un botellín de cerveza marca CCCP todavía en la mano, y decido fotografiar un poco la estación antes de partir en nuestro tren, ese azul que se encuentra estacionado a menos de veinte metros.

"¡¡Mikel, Mikel!!".
Escucho gritar a mi compañero y al volverme veo cómo corre y se sube veloz al vagón azul, que tiene las puertas de uno y otro lado abiertas de par en par. "¡Qué exagerado! Si el tren está todavía parado". Lo pienso justo antes de reparar en que nuestro tren no es azul, sino gris, y en que está justo detrás del que Gabri acaba de atravesar y que ha llegado mientras nos comíamos los huevos. El nuestro está ya en marcha.

Echo a correr, me subo al tren azul y lo atravieso. Tropiezo con un pasajero y mi boli cae al suelo. Dudo una milésima de segundo y lo abandono. Ya en el andén, veo a Gabri encaramado a las escaleras metálicas que acaba de tenderle un apurado revisor y a éste haciéndome señas como un loco con medio cuerpo fuera del vagón.

El tren va cogiendo velocidad y un sudor frío me empapa la espalda. Corro más y más, como en una película. No sé si podré alcanzarlo... ¡Gano terreno! ¡Sí! Lo voy a alcanzar, veo a Gabri justo encima de mi cabeza, agarro el pasamanos metálico y, luego de un último impulso, me cuelgo literalmente de la escalerilla. ¡Estoy dentro! Observo a Gabri desencajado y sudoroso mostrando la hora: 19.55. Ha sido cuestión de segundos.

Cuando nos vamos hacia nuestro camarote, con las dos cervezas aún en la mano, y una risa nerviosa y triunfante desatada, el revisor musita unas palabras en ruso cuyo significado no entiendo, pero sospecho: "Os ha ido por los pelos de un huevo, chavales".--
...

El tercer día, el tren se detuvo en Ekaterimburgo casi a media noche. Nos bajamos a respirar el aire frío y húmedo de la estación. Fue la última vez en este viaje que pisamos suelo siberiano y -por ende- asiático. Más allá atravesamos los montes Urales y con ellos el kilómetro 1.777 del Transiberiano, donde se haya el hito intercontinental, la frontera entre Europa y Asia. En el tren brindamos por ello con una cerveza comprada a pie de vía.

El paisaje siberiano es todo bosque y casas de madera salpicadas en sus orillas. Abedules ("piruosa" en ruski), pinos, abetos. Hay mil tonalidades de verdes, y apenas se ven carreteras. Solo cuando el tren atraviesa alguna ciudad importante. El resto son aldeas de madera comunicadas por caminos llenos de charcos. Se ve a los montañeses apilando madera ante la inminente llegada del invierno, algún pastor de vacas y algún hortelano azada en mano labrando el patio trasero de su choza.

El resto son bosques, bosques y más bosques. Bosques hasta la indigestión. En ocasiones aparecen claros o porciones de foresta arrasadas por uno de los muchos incendios que asolan Rusia cada verano. También aparecen a veces amplios campos de cereal que ayudan a la vista a respirar un poco.

Pero luego regresa la densa y oscura vegetación, los árboles inacabables, la monotonía de la taiga, el bosque boreal. Nada cambia ahí fuera, 8.000 kilómetros y el cuadro no varía un ápice, como si diéramos vueltas en círculo. Y en ese cuadro siento a los lobos. Lobos acechantes en lo más profundo de los bosques. Y temibles osos. Y espléndidos venados.

¿Cuánto tiempo llevo mirando por la ventana? No importa, aquí el tiempo carece por completo de significado. Mientras dormimos, o leemos, o nos lavamos los dientes, vamos atravesando una tras otra diferentes franjas horarias. Siete desde desde Vladivostok. Nadie sabe qué hora es en realidad. El tiempo es algo absurdo, desfasado, cuando viene determinado por la visión repetitiva de miles y miles de abedules. En la puerta del vagón, un reloj de estética soviética marca la hora de Moscú. La hora de Moscú, siempre la hora de Moscú. En los billetes de tren, en la estación. Oscurecía en Irkustk cuando tomábamos el tren hace ¿tres? días. Y el reloj de la estación marcaba las 13,20. Es absurdo el tiempo, desquiciante. Pero nadie pierde el juicio por estar encerrado en un vagón ¿cuánto? ¿90 horas? No, nadie enloquece por 90 horas. 90 horas. 90, desde el Baikal hasta el mar Báltico. 720 desde el mar de China. ¿Dónde queda eso? ¿Qué hora será allí? ¿Y en Xian? ¿Y en Ulán Bator? No delires Mikel, aquí el tiempo carece de sentido. ¡Carece de sentido! Tú solo observa desfilar los árboles ahí fuera.

Miro de nuevo por la ventana y vuelvo a ver los abedules, los pinos, los abetos... ¡Siberia! Y me acuerdo de los cuentos rusos de mi infancia, de Pedro y del pajarillo Shasha. Y evoco también a Hadyi Murad, y a los cosacos, y de nuevo al correo del Zar. El tren se cruza con una división de dragones franceses congelada junto a sus caballos, todos con muecas de horror en sus rostros, fagocitados por una tierra que fue creada para repeler a los hombres. Y más allá veo a un soldado alemán exhausto desplomarse de rodillas sobre la nieve. No se levantará más. Y aquí distingo los muros de un gulag. Y las hogueras con que los prisioneros intentan vencer al frío negro... Y de pronto... ¡soy yo quien estoy ahí dentro! En el bosque, a lomos de mi alazán. ¿He perdido el juicio? Imposible, voy tocado de un gorro de piel de jineta y una gruesa casaca de lana. Siento un frío endemoniado, pero no tiemblo. Solo cabalgo. Y de pronto, se aparece ante mí. ¡Es el lobo! El lobo siberiano, que me mira fijamente con sus ojos verdes. Expulso el vaho de mis pulmones y contengo la respiración. Y apunto mi rifle contra la bestia, que abre sus fauces plagadas de dientes y ruge...
¿Ha sido eso un "miau"?

martes, 21 de agosto de 2012

Agua y hierro

Ahora sí, ya hemos conseguido tomar el último tren. Rodamos por Siberia hacia nuestro destino final, la ciudad de los zares, la Rusia más europea: San Petersburgo. Allí llegaremos el día 25, y nuestro viaje estará a las vísperas de concluir.

Después del despiste de ayer, que nos deparó un día extra en Irtkustk, buscamos un hostel de urgencia que reservamos a través del teléfono. Al llegar allí, dos personas habían ocupado nuestras camas por error.
Conseguimos encontrar otro hostel pero ya era tarde, hacia frío y yo comenzaba a padecer un incipiente catarro que hoy parece mejorar, así que optamos por acostarnos directamente tras deglutir unas rebanadas de pan tostado con caviar.

Aquí ha llegado el otoño hace unos días. Durará apenas unas de semanas, entonces vendrá el invierno de repente para cubrirlo todo de un blanco que aquí se antoja eterno.

Hoy hemos regresado al Baikal, a su extremo Sur. El día ha sido fresco pero soleado, así que nos hemos alquilado unas bicis en un solitario campamento hippie y, luego de tomar un té, hemos recorrido un sendero paralelo a la orilla. A la orilla y al trazado original del Transiberiano, cuyos vetustos rieles aún se utilizan. Hablo de aquella vía que instalaron aprisa y corriendo tras la guerra con los japos y que tuvieron que modificar al poco de inaugurarla.

La sensación de paz y frescura que arroja el Baikal en días soleados es difícil de encontrar en otros lugares. Hemos ido con dos camaradas que conocimos ayer en nuestro breve paso por el hostel que visitamos en primer lugar. Uno de ellos, Arturo, es un alicantino que estudia Historia Rusa en Londres, con lo que hemos podido departir de lo lindo sobre el país que hollamos mientras tirábamos piedras al lago, hoy azul y manso como el estanque de un parque.

A nuestro regreso del paseo, todavía en las antiguas vías, que solo constan de 18 kilómetros y que actualmente recorre un pintoresco tren solo cuatro veces por semana, nos hemos cruzado con una cuadrilla de rústicos obreros ferroviarios que estaban cambiando los primigenios y ajados tarugos de madera que sujetan los raíles. Nos han enseñado sus herramientas de trabajo: palas, picos y unas palancas de hierro enormes con que extraen los viejos y oxidados clavos de la madera.

También se han hecho fotos con nosotros y, cuando nos despedíamos, el que parecía el capataz nos ha ofrecido un regalo muy especial: dos de esos herrumbrosos y retorcidos clavos, gruesos como estacas y clavados hace casi cien años por los sufridos trabajadores de los que hablé ayer. Bonito símbolo de nuestra aventura sobre raíles: el hierro.

Al regresar al campamento hippie, el sol brillaba ya con fuerza, reverdeciendo los claros del bosque y revitalizando pájaros cantores y abejorros zumbadores. Junto a las vías, unas vacas ramoneaban despreocupadas y, en medio de la bahía, un viejo pescador recogía desde un bote de remos sus redes repletas de omules.

Ante tal bucolismo, ha sido inevitable que forzásemos una despedida especial del mar sagrado. Apretando puños y dientes, nos hemos puesto los bañadores y nos hemos zambullido en las gélidas y puras aguas del Baikal.

Al salir del agua, ateridos y felices, nos hemos acordado de la última vez que nadamos. Fue hace mucho tiempo, pareciera una eternidad, en las verdosas y cálidas aguas del mar de China.

Sin embargo, aquellas aguas no están tan lejanas. Parte de ellas viajan desde el comienzo del viaje en mi mochila, en una botellita de cristal reforzada con cinta aislante. Acabará su viaje con nosotros en San Petersburgo. Allí, al Atlántico Norte, será arrojada parte del Pacífico por ser otro de los símbolos de la magnitud de nuestra odisea.

Agua y hierro.


lunes, 20 de agosto de 2012

El tren de los tigres

Mientras leen estas líneas nos deberíamos encontrar los nómadas atravesando bosques boreales y ríos inmensos. Pero no, estamos tirados en Irkustk un día más de lo previsto. Confundimos la fecha de los billetes. Por suerte nos hemos adelantado, no llegamos tarde, pero esta noche la pasamos aquí. Mañana partiremos definitivamente hacia un viaje de cinco días en tren. Hace frío en Siberia, y llueve. Parece invierno, pero no nos molesta el clima, al contrario, al mirar por la ventana el gris y silencioso paisaje se nos antojará aún más evocador. He leído varios reportajes sobre el medio de transporte en que nos vamos a desplazar. Les cuento:

Fue el malogrado Nicolás II quien puso la primera piedra del Transiberiano en Vladivostok, cuando aún era un adolescente. El entonces zarevich ignoraba que su vida, y la de miles de rusos a lo largo del siglo XX, quedaría inevitablemente ligada al trazado de la línea férrea que comenzó a construirse aquel 31 de mayo de 1891. En una de sus paradas, Ekaterimburgo, al pie de los Urales, acabó su vida y la de su familia, muchos años depués, en 1917.

El Transiberiano fue un reto colosal que los zares decidieron afrontar como única manera de asegurar las fronteras más remotas de su imperio.

Hasta entonces, la única vía de cruzar Siberia era la carretera Sibirsky Trakt y el mejor modo, tarentas en verano y trineos en invierno, cambiando de caballos cada cuarenta kilómetros. Lo sabe bien Miguel Strogoff, a quien no me canso de recordar.

Con ese panorama, desplegar un ejército en caso de invasión era una empresa costosa, lenta y penosamente complicada.

Así pues, Alejandro II decidió plantar diez mil kilómetros de vía férrea de Oeste a Este. Para hacerlo echaron mano de todo: campesinos, deportados, y emigrantes turcos, persas, chinos y coreanos. Pero éstos podían currar tan sólo cuatro meses al año, cuando el suelo se descongelaba. Se entiende así que los trabajos fuesen lentos en extremo y extenuantes. A eso hay que añadir nubes de mosquitos, epidemias, desbordamientos de ríos, motines de exiliados o aterradores ataques de los tigres siberianos, que encontraron en los 15.000 culis chinos, una notable fuente de alimentación.

La obsesión del Imperio Ruso por completar la línea para estar preparado en caso de una invasión de su vecina China, le hizo bajar la guardia ante otra potencia que emergía en el lejano Oriente. También de ojillos almendrados.

El bofetón de los japoneses llegó sin avisar en 1904 y pilló a los ruskis con la obra empantanada en pleno invierno a la altura del Baikal. Con el Transiberiano sin acabar, se ordenó apresuradamente plantar rieles en el grueso hielo del lago para atajar hasta la costa Pacífica, donde la flota rusa ya había sido arrasada por los nipones.

Pero el calor y el peso de la locomotora quebraron el hielo y la tropa tuvo que avanzar en trineos o a pie hasta su objetivo.

Perdieron la guerra y grandes franjas de territorio en el Este del Imperio. Los zares -con la humillación amarilla escociendo en sus posaderas- decidieron acabar el trazado lo más rápidamente posible. Se hizo una chapuza, los trenes descarrilaban y el hierro se doblaba por ser de mala calidad. Así que hubo de reinstalarse la línea. Para cuando acabaron, en 1916, el mundo ya llevaba dos años de guerra y el Imperio tenía las horas contadas.

El Transiberiano nació justo en la víspera de la hora más importante en el devenir de la historia rusa. Un año después de completarse, los bolcheviques ocupaban en San Petersburgo el
Palacio de Invierno y estallaban la Revolución y la Guerra Civil.

Siberia era "blanca", y por la línea del Transiberiano -en cuyos vagones se instalaron cañones y ametralladoras-, escapaban miles de soldados checoslovacos que habían desertado del ejército austrohúngaro, o llegaban las armas que las potencias aliadas suministraban a los ejércitos contrarrevolucionarios.

Con el avance de los rojos por Siberia y la toma de Omsk, los zaristas emprendieron la desesperada huida hacia el Este a través de los rieles que mañana recorreremos en sentido contrario.

Ya en manos de Stalin, el Transiberiano sirvió para colonizar esta tierra a base de los presos políticos del gulag. Aún pueden verse algunas de estas siniestras estructuras junto a las vías, así como la hoz y el martillo grabados en los férreos vagones.

Merced a los planes quinquenales, Stalin plantó industrias y abrió minas alrededor del tren. En 1941, mientras la Wehrmatch se adentraba en la Unión Soviética, las fábricas del Oeste se desmontaron pieza por pieza y fueron trasladadas por esta vía férrea para volver a ser instaladas en lo más profundo de Siberia. Mientras, a los nazis no les quedaba en su avance más que sangre, fuego y hielo.

Todo eso sabemos del tren en el que nos quedaremos poco a poco dormidos mientras ustedes leen.

Hoy hemos coincidido con una cuadrilla de alemanes que llegaron hasta Irkustk utilizando esa ruta. Y no han sido pocos los chinos y japoneses que nos hemos cruzado que han tomado el mismo tren.

Caprichos del hombre, que a veces no sabe por dónde le da el aire. Muy distinto a los tigres siberianos, cuyos brillantes ojos imagino observando desde la espesura el paso del tren. Se relamen esperando quizás a que algún vagón descarrile para aprovechar -como sus antepasados- las comodidades que el ser humano brinda a veces con sus delirios de grandeza.

domingo, 19 de agosto de 2012

La pedrada de Baikal

Suena una melancólica melodía de jazz mientras apuramos la jarra de cerveza que acaban de servirnos. Frente a nosotros, pende de la pared un enorme mapa luminoso de los Estados Unidos. En el techo hay dos televisores que proyectan un capítulo de los Simpson y a su alrededor los retratos de todos los presidentes americanos. En la barra, dos chicas bonitas juegan al cuatro en raya. Estamos en el "Bar Acabama", a cuya puerta nos recibe un retrato enorme del actual presidente y otros de Marliyn o Elvis. Todo aquí es gringo: decoración, menú, sofás... Lo curioso es que el garito está sito en la calle Karl Marx.

Acabamos de regresar del lago Baikal. Hemos paseado por sus costas y hemos navegado en sus profundas y claras aguas. Había marejada (¿laguejada sería más correcto?), y hacia frío. Pero pertrechados de gruesos edredones que nos ha facilitado el curtido y mudo capitán de nuestro esquife, hemos podido observar los bosques boreales desde la proa.

El lago Baikal, lo saben ustedes, es el más profundo del mundo, con 1.680 metros en su punto más bajo, así como el más antiguo. Quizás lo que no sepan es que el lago siempre fue sagrado para los indígenas y que tanto sus aguas como los bosques que lo circundan están plagados de leyendas y cubiertos de un áurea de misterio y fenómenos paranormales.

Anastasia, la simpática muchacha que nos ha ofrecido sus conocimientos sobre el lugar, ha hablado de claros del bosque frecuentados por chamanes, donde los animales no osan adentrarse y donde los raros visitantes que se atreven a desafiar a la energía del lugar, experimentan viajes astrales y pérdidas de consciencia. Cosas de magia o del potente magnetismo que, según la versión científica del asunto, tienen estas tierras, donde se unen dos placas tectónicas y se producen frecuentes terremotos.

Sea como fuere, lo que sí es cierto es que, observando los inaccesibles acantilados desde el lago, se ven a menudo flores depositadas desde algún bote, que recuerdan a los fallecidos, ya sea ahogados, despeñados o -lo que no es infrecuente- devorados por las fieras. Osos, lobos y otras alimañas defienden ferozmente un territorio salvaje que muy pocos aventureros han hollado.

El Baikal y sus alrededores son un paraíso de fauna y flora salvaje. En sus aguas nadan nada menos que hasta 1.550 especies diferentes, muchas de ellas endémicas. Así por ejemplo, fuera de estos parajes no encontrará nadie a la foca nerpa o al golomjanka, un pez vivíparo, traslúcido y oleoso. La tercera parte de su cuerpecillo está compuesto por grasa y fue utilizado en el pasado como combustibe natural. Las aguas del Baikal -el 20% del agua dulce de todo el globo- son cristalinas y puras gracias a un milimétrico cangrejo que filtra algas e impurezas. En los días soleados, pueden verse con nitidez hasta cuarenta metros del fondo, y los lugareños beben sus aguas directamente sin hervir.

Para llegar al pueblecito costero de Listvianka, a hora y media de Irkurtsk, hemos tomado un minibús en el centro de la ciudad. Aquí este tipo de transporte carece de horario. El vehículo parte cuando se llena. Llegados ya al lago, hemos saboreado un par de omules, pez ahumado pescado en sus aguas y muy apreciado por los siberianos. De postre, un par de piñas -de las de pino- de las que nos hemos afanado en sacar los piñones durante un buen rato.

Ayer conocimos Irkurtsk a fondo. Es bonita esta ciudad. En su día fue destino de intelectuales deportados y, en la Guerra Civil que sobrevino a la Revolución, fue el foco de los ejércitos blancos. De antes de la etapa socialista, conserva señoriales edificios, decorados barrocamente y pintados de vistosos rosas, verdes y azules.

Está atravesado por el río Angará, único emisor del Baikal, que tardaría 400 años en vaciarse por completo si sus más de 300 afluentes cesasen el flujo de agua.

Según la leyenda, todos los afluentes eran hijos de Baikal. Angará también era su hija, pero quedó enamorada del río Yenisei y se fugó del seno paterno. A Baikal esto no le gustó un pelo y, ciego de ira, arrojó una enorme roca a su díscola hija. La "piedra del chamán" aún permanece en medio del río y, en los tiempos remotos, allí eran abandonadas durante un tiempo las esposas infieles o los sospechosos de algún delito grave.

La noche de ayer fue también interesante. Siendo sábado, ultimo día que compartíamos con nuestro amigo Matt, después de viajar juntos desde Pekín, decidimos catar la noche siberiana. Fuimos a cenar, pero por el centro no se veía un alma. Una espesa y helada niebla cubría las calles, todo estaba cerrado y el silencio daba la impresión de transitar por una ciudad que acaba de sufrir un accidente nuclear

Derrotados, optamos por regresar al hostel, pero una musiquilla bávara cambió el curso de la noche. Matt -austriaco- siguió su rastro con la misma emoción que Gabri o yo seguiríamos en la misma situación el himno de la peña Alegría, por ejemplo. Por fin llegamos a una cervecería bávara bastante animada. Los tres viajeros brindamos por el viaje y por Europa, y por las hermosas camareras rubicundas que nos sonreían tras sus vestidos de tirolesas y sus coletas.

De repente, un joven grueso y risueño se acercó a nuestra mesa y preguntó con un marcado acento ruso: "¿Españioless? Mie llamo Igor". Había trabajado muchos años en Barcelona y Bilbao como asesor financiero, y nos ofreció hacernos de cicerone en compañía de su amigo Mijàil.

Parecían buena gente y aprovechamos la ocasión de conocer el Irkustk auténtico. La noche dio un giro verdaderamente inesperado al conocer garitos difíciles de encontrar llenos gente joven y animada.

Igor conocía a todo el mundo, incluso al dueño de la discoteca Panorama, que nos invitó a la sala vip sin pagar un rublo. Lo mejor de viajar es eso, cuando te encuentras a buena gente. Como decían en Costa Rica, a personas "pura vida".

Clareaba ya de vuelta al hostel, cuando nos despedimos -no sin pena- de nuestro amigo vienés. Como ya dije en mi anterior entrada, mañana ponemos rumbo al Oeste en una travesía inmensa a través de paisajes salvajes e inhóspitos. Mañana pues hablaré del Transiberiano, cuando nos hayamos alejado del colérico Baikal y ya no estemos a tiro de piedra.

sábado, 18 de agosto de 2012

Desandando a Miguel

Abandonamos hace cuarenta horas Ulán Bator rumbo al Norte, a la Federación Rusa. Escribo ahora desde Irkurtsk, a tiro de piedra del lago Baikal. Nos alojamos en un hostel de pinta soviética. Hasta aquí nos ha traído un taxista de aspecto terrible sobre el cual nos preguntábamos si cada uno de sus múltiples dientes de oro significaba un muerto en su haber.

Dentro de dos días tomaremos desde aquí rumbo Oeste. En esa dirección seguiremos hasta nuestro destino, que ya no es Moscú, sino San Petersburgo. Una moneda con la cara de Chiang Kai-Shek ha decidido que alarguemos el viaje hasta allí. Para ello nos meteremos la pechada en Siberia (cinco días en tren) cubriendo a la inversa el camino que Miguel Strogoff recorrió penosamente para entregar el correo del Zar. Con ello habremos completado por tierra una titánica ruta que une Pacífico y Atlántico. Extremo Oriente y Europa.

Transcribo seguidamente mis impresiones del viaje desde Mongolia;

"Poco a poco, la estepa mongola va dejando paso a terrenos más accidentados, ríos y tímidos bosques perennes. Viajamos en un camarote estrecho y polvoriento que compartimos con Matthias y Tim, un belga flamenco que regresa a casa tras un periodo de intercambio en sus estudios. Es la hora de comer, así que preparamos unos noodles y repartimos la butifarra mongola, el queso y el pan. Para cocer los fideos esperamos un buen rato a que la caldera de agua se caliente, gracias a un infiernillo de leña que tiene en su base.

Después de una buena siesta, paseamos por el tren, observando los últimos gers nómadas, que cada vez están más dispersos a lo largo del paisaje. Hace frío y llegamos a la frontera mongola cuando el sol se despide en el horizonte.

El protocolo de costumbre: revisión de pasaportes y equipaje, uniformados a bordo y largas horas de tediosa espera en medio de la nada. Una oficial mongola me pide la mochila grande. Al sacarla de debajo de mi cama, presiono sin querer el botón de encendido de nuestra mascota: un burro de peluche que baila a lo loco, comprado en un callejón de Hong Kong. La situación es un tanto embarazosa, y a la orgullosa soldado no le hace gracia ver a un asno bailoteando ante sus narices. Acierto a detener la danza justo antes de que nos saque de la habitación para desatornillar una trampilla del techo del camarote. Estamos limpios.

Arranca el tren y vemos a los militares despedirlo cuadrándose firmes en el andén, con sus manos en las sienes. Es ya de la madrugada.

En pocos minutos llegamos a la parte rusa, donde los uniformados -de piel blanca, nariz aguileña y grandes ojos claros- me inquietan todavía más que los anteriores. Uno de ellos va acompañado de un pastor alemán, va rapado al cero y viste ropa de camuflaje verde oliva. Permanece inerme frente a nuestra puerta, apoyado en la pared del pasillo. Los nervios hacen que un inocente comentario -"qué bien funcionan esos trajes, si no fuera por la calva, pensaría que es una maceta con una planta"- desaten una incontrolable carcajada que intentamos disimular sin éxito, salpicando la almohada de lágrimas y sudor frío. Al poco, desaparece el soldado-maceta. Nos quedan casi cuatro horas de espera.

Aprovecho para leer un poco sobre la ruta que comenzaremos dentro de dos días desde Irkurtsk. Vamos a cruzar Siberia, una de las mayores regiones del mundo, más salvajes y extremas. La conquistaron los zares a base de cosacos que arrasaban los bosques donde moraban pastores o guerreros como Hadgyi Murad. Construían con ellos fuertes que luego pasarían a ser ciudades.

En aquellos tiempos, el objetivo del Imperio Ruso era controlar el comercio de pieles y disponer de una salida al Pacífico, al otro lado del mundo. Esa salida es Vladivostok, el destino final del Transiberiano. Pero lo cierto es que, a parte de enviar disidentes (como Dostoviesky, que acabó desterrado en Omsk), o construir los 9.289 kilómetros de vía férrea que unen Moscú y Vladivostok, poco pudieron hacer los Romanov por colonizar esas tierras. En 1900 solo había en Siberia cinco millones de personas.

Stalin fue más eficaz: repobló Siberia a base de deportados, asesinos, o disidentes chechenos bielorrusos y ucranianos que enviaba a los trabajos forzados, a los gulags o a las ciudades. Y lo hacía a través de la misma línea férrea que pronto utilizaremos.

Stalin industrializó las orillas de los grandes ríos -El Obi, el Yenisei, el Lena o el Amur- de una manera salvaje e insostenible desde un punto de vista medioambiental. El padrecito levantó altos hornos e industrias metalúrgicas, químicas y de maquinaria. La herencia en Novosibirsk, por ejemplo, es la de la región más contaminada de Rusia.

Pero desde la caída del bloque soviético, cuando los siberianos alcanzaron algo de libertad, estos han ido vaciando la helada taiga progresivamente. Abandonan rumbo al Oeste los páramos helados, incapaces de ofrecer al hombre otra cosa que temperaturas inhumanamente bajas y privaciones.

Pensando en todo esto, me quedo dormido. El tren aún no ha arrancado, nos devuelven los pasaportes y Gabri coge el mío. Dormimos plácidamente, pero me despierto temprano y miro por la ventana. Fuera, llueve y hace frío. Me cubro con la áspera manta del tren y me apoyo en el quicio. Ya no se ven llanuras y gers, ahora desfilan ante mí densos bosques nebulosos, montes y pueblos de madera. Son los dominios del lobo y el reno y, más al Este, del temible tigre siberiano.

De repente, todo cambia. Otean mis ojos un horizonte que se abre gris y extenso. ¿El mar? No, es el lago Baikal, uno de los mayores y el más profundo del mundo, 1.642 metros en su centro. Nos recibe furioso, con grandes olas rompiendo en las rocas a tan solo unos metros de las vías. Azotado por siete vientos diferentes, todos los años manda a pique algún barco y sus pescadores.

Costeado el lago, vuelven los oscuros bosques de coníferas. La taiga. No tardaremos en llegar a Irkustk. Al comienzo de nuestro trayecto definitivo, que es más extenso que todo lo recorrido hasta ahora.

Parece un reto difícil de asumir, pero si mi tocayo lo hizo a caballo, acosado por fieras, tártaros y mosquitos... Cómo no habrían de lograrlo dos nómadas sobre raíles".

viernes, 17 de agosto de 2012

EL PAÍS DE NUNCA JAMÁS


Los nómadas del hierro han regresado al tren. Viajan a estas horas rumbo a Irkustk, la capital del lago Baikal. Rusia es nuestro último vagón. Atrás queda Mongolia, el país de los pastores y los guerreros. Una tierra salvaje y poco conocida que nos ha marcado a fuego, como a sus reses.

 Los últimos días en Mongolia tuvieron de todo. Desde una excursión a las dunas del mini Gobi a lomos de un camello, hasta la visita al parque nacional de Terelj.

 Madrugué hace dos días para -como recordaba haberlo visto hacer a Lawrence de Arabia- internarme en el desierto a lomos de un animal jorobado. Lo bueno de vivir con nómadas, lo vieron ustedes con Darla, es que las excursiones con monturas no son como en España: al paso y en hilera. Aquí, tú guías y marcas el paso de tu animal. Quienes me conozcan bien, sabrán la enorme dicha que para mí supuso que Mashtrish, el camellero, me entregase la cuerda atada a la argolla que atraviesa la nariz de mi sufrido animal.

 "Tursh, tursh", eran las palabras de arreo. Y vaya si obedecía. A dos metros de altura, acomodado entre sus dos peludas jorobas, azogaba a mi camello, que trotaba alegremente destrozando ingles, glúteos y salva sea la parte de su feliz jinete.

 Con la mano izquierda ligeramente separada del bicho, le indicaba el rumbo, -digamos que era el volante- mientras que con la derecha golpeaba los mullidos cuartos traseros de la bestia según la velocidad deseada. El acelerador.

 De regreso a los gers, acosado por las moscas que nos acompañaron todo el rato, y evocando una de mis películas favoritas, entoné la canción que canturrean los dos protagonistas de "El hombre que pudo reinar". Mashtrish me imitó divertido, con una sonata en mongol. La imagen de dos locos cantando sobre sus camellos en medio de la estepa, debió de dejar a más de una marmota perpleja.

 De regreso a Ulán Bator -cuyo nombre, "héroe rojo", no data sino de los años veinte, -cuando el país alcanzó su independencia de China gracias a los ruskis comunistas- compramos los billetes que nos sacarán del país y nos acomodamos en un nuevo hostel.

 La ciudad tiene un gran número de calles sin asfaltar, es polvorienta y sucia y sus carreteras están llenas de socavones que dificultan el tránsito. El tráfico rodado es el peor y más peligroso de cuantos hemos vivido en Asia. En China es el caos. La anarquía. Pero dentro de esa anarquía existe un cierto orden que no alcanzo a entender, pero que se percibe comparando. Quizás las motos, quizás el hecho de que circulan muy lento.



 Ulán es en cambio el infierno. Frenazos, acelerones, diez carriles donde solo hay dos, pitadas, peatones que se juegan el tipo con solo poner un pie en el asfalto, y atascos...

 La capital tiene una gran plaza donde está el Parlamento, con una estatua enorme de Genghis y otra de un héroe nacional. También hay algún templo budista que merece la pena y un memorial que exalta a Lenin y a los suyos, y que ofrece unas bonitas vistas de la ciudad. El resto carece de encanto por completo. Arquitectura soviética o chabolas.

 Es más, tiene instalada una central nuclear en el casco urbano, pese a los miles de kilómetros de campo sin rastro humano que conforman la república.

En todas partes advierten de que a partir de media noche, centenares de borrachos atestan las calles de UB buscando camorra. Y que los europeos son cotizados, así que optamos por dejar para otros lares nuestras salidas nocturnas.



En resumen, de Mongolia, nos quedamos con los dominios del nómada y el caballo. No con su capital de sedentarios.

 El último día visitamos un nuevo paraje lejos de la capital: el parque nacional de Terelj. Es un área que recuerda a los Pirineos navarros, aunque con sabor a Far West. De nuevo gers y caballos en cada rincón del valle. Y velludos yaks. Pero en vez de arena y estepa, observamos rocosas cumbres y bosques de abetos.

Llegar hasta allí puede ser fácil y caro (una excursión organizada de 70 dólares). O difícil, barato y divertido. Optamos por la última opción, claro, un destartalado autobús de línea lleno de provincianos mongoles que cubre un recorrido de hora y media en cuatro horazas. Tenemos suerte y conseguimos asiento, yo ventanilla y Gabri pasillo.

Poco a poco el bus se atesta hasta la asfixia. De pronto, un borrachín sube al vehículo y nos la juega. Va sucio y mugriento como un tizón, y apesta a raigón de cabra. Dice cosas inteligibles todo el rato y se sienta literalmente dando tumbos encima de Gabri. Éste prefiere no armarla y, a punto de echar las saduras, le levanta cediendo su asiento.



El borrachín se apretuja contra mí y debo sacar la cabeza por la ventana para no marearme. Me toca el brazo todo el rato balbuciendo cosas que no entiendo. Hago de tripas corazón e intento dormirme. Llegado un punto aparece el revisor. El borrachín no ha pagado billete y no tiene intención de hacerlo. El revisor intenta echarlo, pero él se apretuja contra mí. El gentío que colapsa el pasillo limita los movimientos del revisor, que desiste derrotado. El hombre sigue hablándome. Gabri ríe de pie en el pasillo. El olor es realmente insoportable, y me sigo asomando por la ventana hasta sacar casi medio cuerpo.

Al cabo de un rato, el revisor vuelve a la carga. Forcejean. El borrachín me aplasta contra la pared. Al final lo echa. Me da pena el hombre, pero tampoco sé lo que hablaban, e intervenir se me antoja inoportuno. Opto por ceder mi asiento a un par de señoras mayores y viajo el resto del camino de pie.

Ya en el parque, caminamos hasta llegar a un río que debemos cruzar descalzos. El agua nos llega hasta la rodilla y la corriente casi nos hace caer. En la otra orilla decidimos ventilarnos el embutido y el queso que hemos comprado. Al poco viene una anciana que nos pide que le ayudemos a cruzar la corriente. Gabri ya está descalzo y yo me dispongo a hacerlo, cuando aparece un carro tirado por un buey y le hace el favor a la viejecita. Me encanta este país.

Seguimos caminando hasta que vemos acercarse una tormenta. Volvemos sobre nuestros pasos y justo acabamos de cruzar el río por otro punto más estrecho, cuando estalla el aguacero. Nos cobijamos junto a un perro y un niño en un kiosko desvencijado. Pasa la tromba y damos un último paseo antes de esperar al bus de vuelta. En el campo donde para, vemos a unos niños jungando y riendo como locos. Nos recuerdan a Artieda, Muñecas o Akerreta, nuestros respectivos pueblos. El reino de nuestra infancia, los años de aventuras y de auténtica libertad.

Juegan con un poste de madera que convierten en un imaginario bazooka, y al observarlos se me ocurre una idea. Les pido el poste y le digo a Gabri que haga como que dispara a campo abierto. Yo grabo con mi móvil. Tengo una aplicación en el IPhone que simula el lanzamiento de un misil. El truco ha quedado niquelado.

Llamo a los niños para que vean el vídeo. Se apretujan todos contra mí, alguno se me sube a la chepa literalmente. Es difícil describir la cara de asombro, sorpresa y felicidad que ponen cuando ven que su pretendido bazooka lanza auténticos misiles. Lógicamente vienen más niños, y me toca repetir ese y otros trucos con cada uno de ellos.

Uno tira una piedrecita al aire y del cielo cae una roca enorme. Otros lanzan gravilla y provocan un terremoto. Los niños flipan en colores y cuando llega el autobús, nos abrazan y se despiden llevándose el mágico bazooka.

Viéndolos alejarse, vuelvo a pensar en ni infancia, en mis correrías por el pueblo, entre caballos, vacas y montañas. Haciendo cabañas todo el tiempo y jugando con espadas a ser auténticos guerreros.

Eso ha sido Mongolia para nosotros. Una especie de vuelta a la infancia, al país de Nunca Jamás. Nuestro regreso a la aventura, a la naturaleza. A la verdadera libertad".

jueves, 16 de agosto de 2012

Nomadeando (y III). La carga de Arshat

"Ahí está Darla, recortado sobre el paisaje. Viene sobre un caballo marrón y nos trae dos de similar capa. Gabri escoge el más alto, aunque solo sacaría al bueno de Maxari una cabeza. Las largas piernas de mi compadre ofrecen una imagen cómica de jinete y poney. Pero estos caballos en nada tienen que envidiar a los ingleses o andaluces. Salvo en altura y porte.

Los caballos mongoles -toars les dicen- son correosos, dóciles y valientes. Cabecean todo el rato y son también feos, panzudos y punkis, pero fácilmente manejables y ágiles en la recogida de ovejas descarriadas.

Además están bien dispuestos a la dureza del camino y a las exigencias de sus amos, por lo que ni siquiera necesitan ser herrados. Bestia y jinete saben que dependen uno del otro para sobrevivir en un terreno que en invierno deja de ser amable. Se respetan y se exigen, sabedores de que de esa alianza surgió uno de los mayores imperios de la Historia de la Humanidad. Me agrada esa relación de hombre y animal, lejos de la pijería de la doma clásica y los clubes hípicos.

Aquí los potros son herramientas de trabajo y por eso no se les mima. Aunque viven bien, si bien trabajan, y a cambio no conocen establo o vallado alguno. Los montan con unas sillas pequeñas y duras de cuero y madera.

Gabri tiene algún problema con su caballo -además de con la silla-. El potranco se tumba mansamente sobre la arena al poco de partir. Un par de voces de Darla lo sacan de su moricie, y lleva a partir de ahora un animado paso.

La primera parada, la hacemos después de un buen rato a caballo. Es el ger de un amigo de Darla, que nos ofrece aerik una vez más. Sirven la leche de yegua hasta arriba y todos bebemos del mismo cuenco. Después del aerik, nos sacan vodka. Nos parece irrespetuoso rechazar el ofrecimiento, así que bebemos soltando al tragar un bufido como Steve Mc Queen en la Gran Evasión, cuando prueba el licor de patata. Acabado el ritual, reanudamos la marcha hacia las montañas.

En el camino pregunto a Darla si hay lobos en la región y si ha cazado alguno. Responde que sí, y levanta cuatro dedos indicando a cuantos de esos animales ha abatido. "Ur, ur", dice, señalando a los montes y al desierto. Y luego nos explica con mímica que también hay majestuosas cabras montesas y, mucho más al norte, feroces osos.

También nos cuenta que su familia posee 1.200 ovejas, 200 cabras, 50 caballos y dos camellos. Ellos son cinco, sin contar tíos ni primos. En invierno se van de Arshat rumbo a tierras más cálidas. Creo entenderle que en esa estación se comen a las vacas y los caballos, mientras que reservan al ganado ovino y caprino para el verano.

Charlando llegamos hasta otro ger aún más remoto que el anterior. En él vive una pareja joven, sin duda más amigos de Darla. Él fuma en el suelo y ella machaca con un martillo unas tiras de tocino de oveja que va colgando del techo para que de sequen.

Pasamos a descansar y antes de sentarnos ya tengo un cuenco de aerik en mis manos. Mojo los labios disimulando la terrible repugnancia que me provoca el olor a leche estropeada y paso el recipiente a mi compañero.
Esta leche se almacena en grandes barriles y se remueve 5.000 veces -creo haber entendido- con un gran palo en cuyo extremo hay un tarugo con agujeros. Como he dicho, la sirven luego en cuencos que se van pasando de uno a otro. Nunca apuran el cuenco, cuando queda menos de la mitad, arrojan el sobrante al barril y lo rellenan de nuevo.

Acabada la leche, aparece otra botella de vodka que está a tres cuartas. Sirven el licor en una escudilla de bronce y nos lo ofrecen. Aceptamos, claro, aunque no logramos beberlo de un trago pese a la indicaciones de nuestro anfitrión. La escudilla va rulando y la botella se vacía por completo. Los mongoles ríen de nuestras caras acaloradas, pero a mí me reconforta saber que el fuego que me baja hasta el estómago matará todo bicho viviente que haya entrado en mí nadando en la leche agria.

Acabada la botella, salimos del ger y nos tropezamos con un cabritillo atado al hogar y que, según deducimos de los gestos del pastor, no verá la luz de un nuevo día.

Gabri, Darla y su amigo se entretienen intentando arrancar una vieja moto sin éxito. Yo monto sobre mi caballo y me doy un paseo contemplando el atardecer. Me topo con un rebaño de cabras a las que decido agrupar a lomos de mi corcel. No es tan difícil, y me siento satisfecho de mi pastoreo.

El sol poco a poco se oculta tras las montañas, terrosas y peladas. Iniciamos un trote de unos cuantos kilómetros hasta ellas para contemplarlas de cerca. Llegamos a un valle en el que se levanta otro campamento de gers. También hay un refugio de ladrillo, con una tasca y camas, parada previa para los montañeros que inician sus expediciones.

Desmontamos y Darla, que al parecer tolera peor el vodka que nosotros y ya empieza a dar muestras de embriaguez, nos indica que le esperemos sentados en unos bancos de piedra fuera del refugio.

Observamos a un paisano preparar un plato típico mongol, el jorjorg, cordero cocido con piedras al rojo vivo y vegetales. El olorcillo del guiso nos empieza a impacientar, la noche está al caer y estamos muy lejos de casa. ¿Dónde está Darla? Aparece al cabo de un buen rato dando tumbos. Se despide alegre de una chiquilla que permanece junto a la puerta del refugio. Es evidente que ha estado echando unos buenos tragos.

Está borracho como una marmota, y nos hace el gesto de irnos justo cuando llega a todo trapo una motocicleta destartalada. Conduce su tío, y detrás va su madre, que sin decir una palabra, se baja, coge a los caballos y los trae hasta nosotros, mientras dirige a su hijo una mirada gélida como la Parca. No hace falta saber mongol para saber que a Darla le ha caído una buena. Llevarse a dos turistas de jarana hasta el anochecer y tenerlos tirados mientras te emborrachas, puede traer problemas.

Pero está de suerte, somos compadres y nos entendemos bien. Intercedo en favor de nuestro amigo, pero la madre me mira sonriente y dice unas palabras que zanjan la cuestión. Arranca la moto y nos indica que le sigamos por el camino de regreso a casa al trote.

Darla cabalga cabizbajo y en silencio por detrás de nosotros. Seguimos a la moto, que pasa a ser un faro en la lejanía cuando cae noche cerrada y se aleja de nosotros definitivamente, sabedora de que ya no hay pérdida posible.

A nuestro paso, los grillos entonan melancólicas canciones sobre los grandes tiempos en que los guerreros cruzaban orgullosos esas mismas praderas de Arshat.

Darla apenas puede mantenerse erguido sobre el caballo. Está avergonzado por la bronca de su madre y me pide "sorry" un par de veces. Le digo como puedo que no pasa nada, que todo es "ok". Acerca su caballo al mío y me abraza. Apesta a vodka y a sudor, pero le devuelvo el abrazo. Nos dice señalándonos: "you, my friends". Y nos invita a regresar a su hermoso país a cuenta de su familia.

Enternecido por la escena, grito a voz en cuello el nombre de Genghis Khan. Al oirlo, Darla sale de su letargo, repite el nombre a chillos, pica a su caballo y los tres nos lanzamos al galope tendido. Aullamos como salvajes, guiando con la izquierda y blandiendo la mano derecha como si llevásemos cimitarras. "Tshuaaá tshuaaá, aihaihaihaihaihiaaaaahaaaa", bramo, y me alzo sobre mi caballo, que resopla y vuela sobre arbustos y piedras abriendo el ataque. Desde la grupa del animal, siento que no hay enemigo que se me resista, y me entran unas extrañas ganas de conquistar el mundo.

Detrás de nosotros solo queda una enorme nube se polvo y el silencio de los grillos, anonadados por el huracán que acaba de partir la noche.

Al llegar al campamento, todos han cenado ya, por lo que nos toca el honor de compartir mesa y aerik con la familia en su propio ger. El ambiente se relaja, e incluso le sirven la cena a Darla, sentado en el suelo junto a la cama en la que se ha acostado su tío. Allí está también Nora, nuestro chófer, que nos enseña a remover el barril de aerik para que se fermente bien. Después del arroz con seitán, decidimos traer una botellita de vodka que compramos para una ocasión especial. Esta lo es sin duda. Los comensales se divierten de lo lindo viendo a dos extranjeros compartir sus costumbres.

Servimos el licor en un vaso de chupito y antes de beber untamos el dedo índice y nos mojamos la frente, como ellos. Nos ofrecen tabaco y aceptamos. Como digo, es una ocasión especial. Gabri entusiasma a la parroquia haciendo anillos con el humo. Y así se acaba la botella, de la que bebe también la madre.

Salimos del ger achispados y felices. Deseamos buenas noches y damos un paseo para despejarnos antes de acostarnos en nuestra cabaña, donde roncan hace rato Lorenzo y los polacos.

En el horizonte ya no se ve rastro de la nube de polvo que dejamos tras de nosotros. Queda solo el sonido de los grillos, quienes, poco a poco, vuelven a entonar canciones que se me antojan ahora entusiastas.

Quiero imaginar que esta vez los versos hablan sobre el resurgir de los grandes tiempos. Sobre el regreso de las cargas guerreras a las desnudas estepas de Arshat".


Nomadeando (II)

"Me despiertan los ladridos de un perro al otro lado de la lona que cubre nuestro ger. Pienso entre sueños que es posible que haya visto alguna alimaña, un zorro o un tejón, merodeando el campamento. Es aún noche cerrada, así que me doy media vuelta y sigo soñando con lobos acechantes y ataques esteparios un par de horas más.

Me levanto cuando Nora nos trae el desayuno. Consiste en té caliente, pan duro y unas gruesas rodajas de un embutido tipo mortadela que están bastante ricas. Gabri no está en la choza, ha salido temprano a dar un paseo por las colinas en compañía de Jon, uno de nuestros camaradas vascos.

Después de la viandas, me lavo la cara en el balde de agua marrón que tenemos en el ger. Salgo afuera y me invade una sensación de bienestar que solo sabe darme la naturaleza en ciertas ocasiones. El cielo limpio y despejado en el que se perfila secamente el vacío horizonte, y el aire fresco que inunda mis pulmones anuncian un gran día.

La expedición abandona el campamento rumbo al templo budista de Kharakhorum, sito en el pueblo que lleva su nombre. Debemos vadear más de un terraplén. Al descubrir que las recientes lluvias han abierto una grieta de dos metros de profundidad en medio del camino, optamos por rebotar campo a traviesa hasta nuestro destino.

A la puerta del templo se instalan buhoneros, charlatanes y feriantes que intentan vender a los turistas (mongoles en su mayoría) souvenirs, postales, espadas viejas y otras chucherías. Junto a la camioneta, un mongol vestido a la Genghis muestra la decadencia de su imperio al plantarnos en los morros una impresionante águila para que nos fotografiemos a cambio de una propina.

El ave parece aburrida e inofensiva, pero su pico y sus garras me disuaden de pasar por el trámite de ponérmela en el brazo. Por mucho guante de cuero que me brinden, temo perder un ojo al sostener la aviesa mirada de la rapaz.

El recinto del templo, -amurallado-, es enorme, y en él se levantan diferentes estancias para cada ritual o adoración. Desfilamos ante media docena de dorados budas y algún pintoresco espíritu protector. Es el caso de Yamandaka, que tiene seis brazos, es azul y viaja en burro. Despellejó a su hijo por ser un demonio, y sobre sus cueros asienta las posaderas en la grupa del asno. Lleva encerrado en su enorme boca dentada a otro de sus hijos, por si se le ocurre seguir los pasos de su hermano mayor. Madre amantísima donde las haya.

Acabamos la visita al lugar con los mantras de los monjes aún resonando en la cabeza. Oran tranquilos entre nubes de incienso y cuencos de aerik. Saben que los años en los que los soviéticos asaltaron el templo a sangre y fuego quedan lejos. Aunque no olvidan las tropelías cometidas.

Con pena, toca despedirse de los vascos. Se dirigen ellos a unas cataratas, mientras que nosotros vamos al hogar de otra familia nómada que plantó su ger en Arshat, una llanura que se abre entre las primeras dunas del Gobi y la base de los montes de Hughung Hangk. Nos volveremos a encontrar en Ulán Bator, para despedirnos como Dios manda, con cena y parranda.

Casi se me rompe el cuello al quedarme dormido mientras Nora atraviesa la estepa rumbo a Arshat. Los golpes, rebotes, frenazos y volantazos son constantes y violentos. Me sorprende que no tronque un eje, pierda una rueda o se desgaje por la mitad nuestra furgona, viendo cómo ésta mete el morro una y otra vez en las grietas a gran velocidad. Pero aguanta. Pese al crujir de tornillos y bujías, llegamos al asentamiento de la familia del joven Darla, que nos depara una tarde memorable.

Instalados y comidos, Gabri y yo pedimos impacientes a Darla que nos ensille un par de jumentos. El pastor tiene 25 años, aunque parece mucho mayor. Es muy flaco y nervudo. Y monta como un centauro. Lleva una gorra de la Roma y una camisa azul abierta hasta el ombligo. Calza botas de cuero desgastadas como las de Alatriste y unos tejanos rotos. Como a todos los mongoles, le asoma un incipiente bigotillo formado por seis pelos, que constituye todo el vello de su rojiza cara. Tiene la mirada franca y enseguida nos hacemos buenos camaradas él y nosotros.

Darla nos hace esperar con los pies a remojo en un río cercano donde abreva el ganado y saltan por todas partes minúsculos sapos. Esperamos pacientes sobre la arena fugada del Gobi, que viene a instalarse en la fresca orilla gracias a su aliado, el viento. De pronto, un cernícalo sobrevuela nuestras cabezas para perderse entre las ramas de uno de los escasos árboles que por aquí se ven. Tratamos sin éxito de descubrir el nido, justo cuando Darla nos lanza un silbido".
(...)

miércoles, 15 de agosto de 2012

Nomadeando (I)

Recién regresamos de una de las mejores experiencias del viaje. Hemos estado incomunicados, de ahí el silencio en esta bitácora. Estamos sucios, cansados y con alguna magulladura sin importancia, pero felices. Digerimos todavía los tres días que acabamos de vivir con los nómadas mongoles. Muchas cosas que contar. Mucho paisaje que describir. Ahí va la primera parte:

"Partimos hacia las nueve de Ulán Bator, cuyo cielo amaneció gris como el lomo de un conejo.

Tras repostar combustible en una camioneta que la dispensaba a granel, nos adentramos en las llanuras mongolas por carreteras llenas de socavones aunque pocas curvas. Enseguida contemplamos ganado disperso en la vastedad de la campiña: cabras de pompis descarado, ovejas lanudas, vacas y caballos. Miles de caballos en un mar de pasto donde ni una sola valla, ni un alambre de espinos pone coto a su albedrío.

El caballo mongol es paticorto y grueso, y casi nunca cabalga a galope, sino que trota graciosamente meneando sus crines cortas y duras como las cerdas de un cepillo. Los nómadas son expertos caballistas y gobiernan a sus bestias con una sola mano, rebotando en una silla pequeña y dura. A veces se sirven de una vara larga a cuyo extremo hay un lazo para separar a las reses.

En otras ocasiones se valen de otro tipo de cabalgadura, muy útil en un terreno poco accidentado como este. En una vaguada junto al camino, vemos a un niño de unos diez años recoger el ganado subido en una motocicleta de la que apenas le sobresale la cabeza.

Los nómadas llevan a las manadas de un lado a otro buscando los mejores pastos según las estaciones. Usan la piel y la lana de sus animales para confeccionar sombreros y recias parcas. Las visten con las mangas tapándoles las manos y un grueso cinturón ciñéndolas a su cintura.

El nómada vive por lo general en Gergs, tiendas hechas de lona y madera que montan y desmontan cada vez que cambian de paraje. Hoy dormimos en uno. Miden no más de dos metros en su cúspide y tienen forma de carpa de circo. Las camas son de madera y están ricamente decoradas con motivos florales. Se colocan junto a las redondas paredes, y en el centro del Gerg suele haber una estufa de leña y una mesita para comer. Al lado de la puerta hay también una palangana para el aseo.

Las familias se instalan durante largas temporadas y luego, en un abrir y cerrar de ojos, recogen bártulos y hogar y se trasladan a otro lugar con ayuda de carros tirados por caribúes, camellos (los de dos gibas) o tartanas de otro siglo.

La caza abunda en las praderas, y los mongoles son diestros en el arte de la cetrería. Apresan conejos y marmotas con ayuda de hermosas águilas pardas. También con sus carabinas. No hay árboles en las inmediaciones del Gobi, así que no nos llama la atención ver a las rapaces descansar a menudo posadas junto a las cunetas.

Existen otros habitantes en las praderas y las grutas de la montaña, pero el mongol no teme al lobo ni al oso, que se mantienen alejados de los campamentos gracias a perrazos de aspecto fiero y colmillos blancos.

A la hora de comer nos detenemos junto a una de las escasas ventas de madera que pueden encontrarse en la estepa mongola. Las posaderas nos sirven un guiso a base de cordero y pasta de patata aromatizada con hojas de laurel. Está realmente sabroso. Lo acompañamos de té caliente y amargo, y uno de nuestros guías nos ofrece como postre una leche aguada y agria de yegua. Se llama aerik, y beberla no solo supone la base nutritiva de los moradores de esta tierra, sino que constituye todo un ritual del que participaremos más de una vez.

Fuera de la fonda, bien cebados cerdos retozan en el lodo de los charcos y más allá, unos pastores hacen de vientre sin pudor agachados sobre las cortas hierbas del campo. El suelo está húmedo hoy, y al poco de caer un breve aguacero, la alfombra esteparia reverdece, ofreciendo un bonito espectáculo.

Hoy es el primer día en nuestro viaje en el que nos calzamos botas y calcetines, así como pantalones largos. Se agradece el frescor que arrojan las nubes del horizonte, después de 15 días nadando en un calor pegajoso y sucio.

Aparte del conductor, en nuestra furgoneta viajamos con Lorenzo, un milanés con cara de zorro que habla solo, y con una pareja de polacos. Son madre e hijo, y si fueran amarillos, se llamarían Seimour y Agnes Skinner.

Delante de nosotros, una ambulancia del ejército soviético de los años cincuenta abre la expedición. En ella viajan Matthias y una cuadrilla de oñatarras con los que no paramos de reírnos cada vez que la caravana se detiene. Nos despediremos más adelante, al tomar ellos rumbo a unas cataratas que nos quedaremos sin visitar por falta de tiempo.

Con los hermanos guipuzcoanos contemplamos el panorama desde un santuario budista levantado sobre una colina. Son muchos los que salpican el campo. Montoncitos de guijarros con un poste en medio vestido de fajas azules y rodeado de ofrendas variopintas que los creyentes realizan cuando pasan por allí.

Hay de todo, desde muletas o tabaco, hasta cabezas de caballo. Nos topamos con un niño y su padre arrojando leche solemnemente sobre las piedras.

A vista de pájaro, admiramos la imponente cordillera del Hughung Hangk, -que al atardecer recuerda a los montes de corcho que decoran un Belén-, y las incipientes arenas del desierto del Gobi.

Por la noche, la camarilla de viajeros observará el limpio cielo
Mongol y verá las perseidas, antes de comenzar una tertulia que -cerveza en mano- se prolongará hasta la madrugada: la crisis, obviamente.

No he hablado aún del gordo Nora. Así se llama nuestro chófer, que despierta en nosotros amor y odio a un tiempo. Nora conduce como un loco la destartalada furgoneta con que recorremos estos parajes. Siempre en quinta. A veces es preferible comernos uno de los profundos baches del rústico pavimento, que vivir otro golpe de volante con que intenta evitarlos a toda velocidad. Cada vez que lo hace, la furgona amenaza con arrojarnos a la cuneta.

Peor son los adelantamientos en cambios de rasante. En una ocasión casi enviamos a una camioneta llena de cabras a donde Cristo dio las tres voces. Gabri y yo compartimos el único cinturón de seguridad del vehículo y nos cagamos en los muertos que suponemos a Nora cada vez que invade el carril contrario sin tener muchas garantías de poder regresar de nuevo al nuestro. O cuando rebasa por un camino de barro paralelo a la carretera a un coche que va menos rápido que él.

Nora viste chaleco, camiseta a rayas y gorra grasienta. Está rollizo y fuma uno detrás de otro unos finos pitillos cuyo humo expulsa por la ventana. Su piel es morena y está curtida como el cuero. Sus ojillos mongoloides son muy oscuros y apenas se aprecia su parte blanca. Están flanqueados por profundas arrugas de color más claro. Debajo de su chata nariz pende un bigote oscuro y ralo como el que se puede ver en el retrato de Genghis Khan que incorpora la moneda nacional.

Se comunica con nosotros por gestos o sonidos guturales, aunque cuando no le interesa lo que decimos, se hace el tonto.

Es un pícaro y un temerario, pero le gustamos. Se divierte viéndonos emocionados a cada paso y por eso, cuando no va al volante, nos cae bien. Ah, y todo el tiempo -incluso cuando espanta a las ovejas a bocinazos- canta feliz. Creo que por la hermosa vida que le ha tocado vivir".

domingo, 12 de agosto de 2012

El tren de Tejo

Abandonamos Pekín ayer temprano, luego de enviar algunas cartas y desayunar unas galletas rancias.

Ahora estamos en una fonda de un suburbio de Ulán Bator. La ciudad es como un pueblo grande, pero de un millón de personas. Apenas hay taxis, por lo que nos movemos haciendo autostop y repartiendo propinas. El tráfico es de locos, aunque no a los niveles de China. Lo más curioso es que los automóviles tienen el volante a derecha e izquierda indistintamente. Ellos se apañan. El dinero aquí es ridículo. Baste decir que hoy hemos sacado del cajero setecientosmil tugrugs.

Las calles de nuesta barriada son de barro y las casas -nuestra fonda incluida- están hechas de tablas viejas y chapas. Al fondo de la calle hay una escuela budista, y podemos ver a los niños rapados envueltos en sus túnicas. En nuestra habitación hay goteras que encharcan el suelo y los catres no son sino esterillas polvorientas. Es lo que tiene dormir por cuatro euros. Mañana lo haremos en un Ger nómada, bajo el limpio cielo mongol.

El viaje hasta aquí fue en extremo placentero. Empleamos treinta horas. A continuación transcribo algunos apuntes que tomé durante el trayecto:

"Embarcamos en el undécimo vagón. En su exterior metálico está grabado, como en todos los demás, el escudo de la República de Mongolia, a cuya capital -Ulán Bator- nos dirigimos. El centro de Oriente. El recuerdo de un imperio que llevó sus límites a las puertas de Europa.

El tren es verde por fuera, y tanto los pasillos como los compartimentos están moquetados para la comodidad del viajero.

Las camas son aceptables, aunque resultarían un tanto duras para espaldas menos acostumbradas que las nuestras a las privaciones del nomadeo.

Compartimos camarote con Matthias, un simpático estudiante vienés, que cubre nuestra misma ruta y del que rápidamente nos hemos hecho amigos. Chapurrea el español y viaja solo, así que no ha sido difícil entablar conversación con él.

Después de una cabezadita necesaria tras de una noche breve en extremo, he abierto el ojo y me ha invadido la sensación de haberme teletransportado a otro mundo.

El paisaje que observo por la ventana en nada se parece a los inmensos campos de cereal de la China central. Ni a las llanuras jalonadas de ennegrecidas chimeneas, ni a las urbes de hormigón, enormes y funcionales, ni a las autopistas, ni a los ríos marrones, ni a las centrales nucleares...

Es este un paisaje salvaje aunque amable. Casi virgen. El Transmongoliano en su tramo chino atraviesa una estrecha planicie a cuyos lados se levantan imponentes montes pelados y agrestes que se suceden en hileras hasta donde la vista alcanza. Éstos irán dejando paso a los horizontes llanos a medida que nos acerquemos al Gobi.

En las inmediaciones de las vías se extiende el cultivo del maíz, el girasol y la hortaliza, que aprovecha el suelo arcilloso lleno de charcos para alimentarse de su fertilidad.

Los bosques en esta parte de China son escasos, salvo algunas coníferas aisladas y otros árboles que se me antojan parecidos a los chopos.

La escasa presencia del hombre se aprecia -además de en los raíles- en recoletas aldeas al pie de los montes, levantadas en barro y ladrillo y cuyo color se confunde con el marrón rojizo del suelo.

Cuando el tren atraviesa alguno de estos pueblos, cosa que no ocurre sino cada cierto tiempo, miro sus calles vacías y sin asfaltar. Apenas se distingue vida, como no sea algún perro sin collar o alguna cabra que ramonea en los zarzales. Lanzo un suspiro de alivio al pensar en las atestadas calles de Xian, en el metro de Pekín o en el demencial tráfico de Yhangzhuo.

Pasan las horas y el paisaje es ahora una inmensa alfombra verde y amarilla. Ya no hay árboles, solo postes de madera que sujetan cable eléctrico. Recuerda a las praderas del oeste americano, aunque sin indios.

Una de las adustas revisoras, ataviadas con uniforme y gorro que recuerdan a la fuerza aérea de alguna república ex soviética, me indica el camino del servicio. Comparado con lo vivido en el ferrocarril que nos llevó hasta Xian, parece una estancia de príncipes. Y casi se me saltan las lágrimas de emoción al comprobar que, en caso de necesidad, vamos a poder ejercer como cristianos y no como animales.

En los pasillos del tren, silenciosos y vacíos, unos carteles luminosos ofrecen al viajero alguna información del viaje: rodamos a 1.400 metros de altitud en el tren K23, nuestro maquinista se llama Munkhutur, nos detendremos en lugares como Datong o Zhurihe y no está permitido mearse en las estaciones.

Y así van pasando las horas. Entre tés, cervezas y una botella de vino chino curiosamente aceptable, llegamos a la frontera con Mongolia. Nos revisan los pasaportes y elevan el tren vagón por vagón a una altura de dos metros para cambiar el ancho de vía. En el nuestro solo estamos la tripulación y nosotros. Quedan 20 horas nada más.

Dormimos profundamente, mecidos por el traqueteo del tren. Despierto justo al despuntar el alba. La infinita llanura del Gobi ofrece un espectáculo precioso a nuestra derecha. El sol nace en el Este y con él un nuevo día. Creo distinguir un rebaño de cabras pelirrojas y dos caballos del mismo color. Son prietos, pequeños y cabezones. Espero poder cabalgar sobre ellos. Más adelante nos saluda una familia de camellos velludos y salvajes. También son rojos. Como lo son sus jinetes de piel curtida.

Después de 15 días atravesando China de Sur a Norte, los nómadas del hierro comienzan aquí la andadura que les da nombre. Viajamos en el Transmongoliano, cumplimos un sueño prestado. Recordamos inevitablemente a nuestro amigo Tejo, perdido en la olímpica Albión. Desde aquí le saludamos y mandamos un abrazo. Te contaremos cómo es esto amigo, para cuando vengas. Que vendrás.

Al acabar mi libro, "Hadyi Murad", de Tolstoi, comienza a entrarme de nuevo la modorra. Mientras digiero el impresionante final de la novela sobre el guerrero caucasiano, vuelvo a mirar al horizonte infinito.

Y siento cada kilómetro que cubrimos con gozo y pena a un tiempo, pues sé a ciencia cierta que ya no lo volveré a recorrer".

viernes, 10 de agosto de 2012

Más allá de la Muralla

Los veo allí abajo, en la lejanía. En lo más profundo del valle. Permanecen alineados en formación, preparados para el ataque. Uniformes, armaduras, pertrechos, lanzas, arcos, antorchas, espadas y escudos. Comandantes, oficiales, soldados de infantería. Caballos. Los veo en su posición amenazadora y siento lástima. Pueden venir los que quieran. Se detendrán inevitablemente. No pasará ni uno.

Oteo el horizonte desde una de las almenas de la Gran Muralla China. Ocupo un metro de los 21.400 kilómetros que mide esta obra colosal que los emperadores fueron construyendo según se movían las fronteras de sus dominios, a lo largo de 21 siglos.

Un millón de soldados custodian la frontera encaramados a estas piedras. Diez millones murieron levantándolas y ahora yacen bajo ella. Los guerreros esperan el ataque en silencio. Tensos, pero confiados. No solo un muro de siete metros los separa del enemigo. Barrancos, peñascos, inviolables bosques, agrestes cumbres... Se convierten en aliados para la defensa.

Definitivamente, las hordas bárbaras no pasarán.
...

Un momento, ¿cuánto tiempo ha transcurrido? Por todos los dioses, ¿Qué ha ocurrido? ¡Debí de quedarme dormido! ¡Los bárbaros han pasado! ¡Han pasado! Los veo recorrer la muralla a sus anchas, portan extraños uniformes y armas nunca vistas, con las que disparan una y otra vez a discreción fulgores demoníacos.

Algunos ríen, otros observan indiferentes el paisaje empapados en sudor. Son extraños, no parecen agresivos pero sí insaciables. No puedo entender su lengua. ¿Y dónde están los soldados de guardia? ¿Dónde han ido los orgullosos guerreros del Emperador?

Veo a uno, lo recuerdo. Pero cuesta reconocerle... Ha sido despojado de sus armas y su coraza... Y habla la lengua bárbara con los invasores. "Guater, chu yuan. Coca Cola, faiv yuan".

Perdieron la batalla. Pasó el enemigo. Son soldados derrotados. Como lo son los Guerreros de Terracota. Nada dijo de esto el emperador cuando juraron defender la patria con el precio de la vida. Ahora es otra la función de la muralla. Es otra la misión de los guerreros de Terracota: alimentar a los bárbaros. Al monstruo insaciable que es el turismo. Que consume cuanto toca....

Pero me consuela pensar que les queda un as en la manga. Lo percibo en la media sonrisa de algunos de ellos. Cada día, esperan pacientes la llegada de la noche.

Es entonces, en la oscuridad y el silencio de las montañas, cuando vuelve el ardor guerrero a sus corazas huecas. Resuenan sus botas en la piedra al grito rasgado de "¡Firmes! ¡Preparados para la defensa!". Relinchan los caballos, se tensan las cuerdas de los arcos y silban los filos de las espadas al ser desenvainadas. Prestos, se disponen a plantar cara al enemigo. Pues no en vano saben que es quizás su última batalla antes de que nazca de nuevo el sol.

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Hoy nos despedimos de Pekín, ciudad a la que sin duda añoraremos. Tras atravesar la muralla rumbo al noreste, entraremos mañana en el desierto del Gobi, en tierras bárbaras. Pero son estos los bárbaros genuinos, los de Genghis Khan. En Mongolia no habrá muchos ejemplares de los otros. Lo comprobaremos luego de 30 horas de tren... Adiós China.