Al igual que los inmensos Cristos de Río de Janeiro y de
Lumbier, un gigantesco Buda corona la isla de Lantao y desde lo alto de sus
peladas cumbres regala una sonrisa al visitante. El budismo resurge en la China
continental, donde las autoridades comunistas han ido relajando el acoso a los
creyentes desde hace algunos años. En Hong Kong, provincia a la que pertenece
Lantao, la libertad religiosa es mayor aún y por eso Buda sonríe tranquilo, sin
temor a que lo vuele la intolerancia. Eso sí, a sus pies dieron la vida miles
de miembros de la resistencia china, luchando contra el invasor nipón durante
la Segunda Guerra Mundial. Y algunos valles sombríos que se cierran hacia el
sur, albergan hasta un total de seis prisiones, algunas de máxima seguridad.
250 escalones y un calor húmedo y asfixiante no bastan para
que cejemos en el empeño de conocer un poco de esta religión tan aparentemente
diferente de la nuestra.
Siddhartha Gautama luce una esvástica en su pecho, símbolo
del bienestar, copiado y denigrado pérfidamente del sánscrito por quien ya
sabemos. En el interior del templo se levantan altares dedicados a maestros del
budismo y, como si de los santos cristianos se tratasen, los feligreses colocan
incienso a sus pies en vez de velas y fruta en vez de óbolos piadosos.
Lamiendo un polo de limón mientras contemplamos los bosques
que se abren hasta el mar, decidimos acercarnos hasta allí, pues nos han recomendado
visitar un pueblecito pesquero muy alejado del turisteo que hay donde nos hallamos.
Así es en efecto, se ven visitantes, pero el ambiente es
bien distinto. No tardamos en darnos cuenta del porqué. El pueblo es pintoresco,
pero carece de cualquier encanto. La marea baja deja al descubierto los
cimientos de las chozas hacinadas a las orillas de los canales. Éstas se ven cubiertas
por un lodo gris y blando. El agua es turbia, y en ella flotan zapatillas o
neumáticos que sirven de improvisados islotes a cangrejos que hace tiempo que
perdieron el rumbo.
Tras echar un primer vistazo al lugar, nos dejamos engañar
por un anciano que ofrece mostrarnos a unos extraños delfines rosas en mar
abierto. Total, son dos euros y nos apetece un poco de brisa marina después de
aspirar los vapores que despiden el limo y los crustáceos muertos de los
canales.
Vemos los delfines, en efecto, pero en la desgastada foto
que sirve de anzuelo para besugos como nosotros. La bahía hierve de basura y
excrecencias y cuesta creer que un mar tan maltratado por el hombre tolere que
éste se nutra de sus criaturas. Pero en efecto lo hace. De regreso al pueblo,
observamos curiosos decenas de peces y bivalvos secados al sol y exhibidos como
chucherías en los callejones de un mercado. No debe de ser fácil conservar el
pescado a 30 grados, por ello no nos extraña que todo el género se ofrezca
seco, o vivo. Junto a las cabezas momificadas de un banco de arenques, en
varios baldes de plástico flotan –decir nadan sería exagerado- sargos, meros,
peces de espinas dorsales como dardos y nécoras de colores. Incluso media
docena de amenazadoras morenas se apretujan en un cubo encerradas por una
rejilla de hierro. Se evita así que se tomen la revancha con algún dedo chino
antes incluso de acabar en la sartén.
De regreso a la city, y después de recorrer la laberíntica e
inacabable estación central, nuestra anfitriona Ángela, en compañía de sus
amigas Sara y Natalia, nos llevan a ver el espectáculo que convierte los rascacielos
de Hong Kong en un baile de láseres, luz y sonido, sin reparar en la factura de
final de mes.
Y acaba el día en torno a una mesa, con parte de la comunidad
de españoles de la ciudad, arreglando los problemas de nuestro país entre
cervezas San Miguel de producción filipina, noodles con gambas, pescado
agridulce y brócoli frito.
Y lo hacemos al calor de un mercadillo nocturno en el que
junto a postales con la cara de Mao y soldados de la Revolución, se venden a
precio de saldo sonrientes budas de plástico.