martes, 31 de julio de 2012

De budas y peces

Al igual que los inmensos Cristos de Río de Janeiro y de Lumbier, un gigantesco Buda corona la isla de Lantao y desde lo alto de sus peladas cumbres regala una sonrisa al visitante. El budismo resurge en la China continental, donde las autoridades comunistas han ido relajando el acoso a los creyentes desde hace algunos años. En Hong Kong, provincia a la que pertenece Lantao, la libertad religiosa es mayor aún y por eso Buda sonríe tranquilo, sin temor a que lo vuele la intolerancia. Eso sí, a sus pies dieron la vida miles de miembros de la resistencia china, luchando contra el invasor nipón durante la Segunda Guerra Mundial. Y algunos valles sombríos que se cierran hacia el sur, albergan hasta un total de seis prisiones, algunas de máxima seguridad.


250 escalones y un calor húmedo y asfixiante no bastan para que cejemos en el empeño de conocer un poco de esta religión tan aparentemente diferente de la nuestra.

Siddhartha Gautama luce una esvástica en su pecho, símbolo del bienestar, copiado y denigrado pérfidamente del sánscrito por quien ya sabemos. En el interior del templo se levantan altares dedicados a maestros del budismo y, como si de los santos cristianos se tratasen, los feligreses colocan incienso a sus pies en vez de velas y fruta en vez de óbolos piadosos.

Lamiendo un polo de limón mientras contemplamos los bosques que se abren hasta el mar, decidimos acercarnos hasta allí, pues nos han recomendado visitar un pueblecito pesquero muy alejado del turisteo que hay donde nos hallamos.

Así es en efecto, se ven visitantes, pero el ambiente es bien distinto. No tardamos en darnos cuenta del porqué. El pueblo es pintoresco, pero carece de cualquier encanto. La marea baja deja al descubierto los cimientos de las chozas hacinadas a las orillas de los canales. Éstas se ven cubiertas por un lodo gris y blando. El agua es turbia, y en ella flotan zapatillas o neumáticos que sirven de improvisados islotes a cangrejos que hace tiempo que perdieron el rumbo.

Tras echar un primer vistazo al lugar, nos dejamos engañar por un anciano que ofrece mostrarnos a unos extraños delfines rosas en mar abierto. Total, son dos euros y nos apetece un poco de brisa marina después de aspirar los vapores que despiden el limo y los crustáceos muertos de los canales.

Vemos los delfines, en efecto, pero en la desgastada foto que sirve de anzuelo para besugos como nosotros. La bahía hierve de basura y excrecencias y cuesta creer que un mar tan maltratado por el hombre tolere que éste se nutra de sus criaturas. Pero en efecto lo hace. De regreso al pueblo, observamos curiosos decenas de peces y bivalvos secados al sol y exhibidos como chucherías en los callejones de un mercado. No debe de ser fácil conservar el pescado a 30 grados, por ello no nos extraña que todo el género se ofrezca seco, o vivo. Junto a las cabezas momificadas de un banco de arenques, en varios baldes de plástico flotan –decir nadan sería exagerado- sargos, meros, peces de espinas dorsales como dardos y nécoras de colores. Incluso media docena de amenazadoras morenas se apretujan en un cubo encerradas por una rejilla de hierro. Se evita así que se tomen la revancha con algún dedo chino antes incluso de acabar en la sartén.



De regreso a la city, y después de recorrer la laberíntica e inacabable estación central, nuestra anfitriona Ángela, en compañía de sus amigas Sara y Natalia, nos llevan a ver el espectáculo que convierte los rascacielos de Hong Kong en un baile de láseres, luz y sonido, sin reparar en la factura de final de mes.

Y acaba el día en torno a una mesa, con parte de la comunidad de españoles de la ciudad, arreglando los problemas de nuestro país entre cervezas San Miguel de producción filipina, noodles con gambas, pescado agridulce y brócoli frito.

Y lo hacemos al calor de un mercadillo nocturno en el que junto a postales con la cara de Mao y soldados de la Revolución, se venden a precio de saldo sonrientes budas de plástico.

lunes, 30 de julio de 2012

¿Sapos o calamares?

Los hijos de la monarquía, a la espera de una sartén republicana...

Mírenlos, moviendo su papada, ignorantes de su destino. Atrapados en una red, amontonados a la espera de que algún gourmet los seleccione quién sabe bajo qué parámetros. ¿Textura, lustre, belleza interior? El sonido del pescadero arrancando las entrañas de las carpas un metro por encima de sus cabezas no los altera en absoluto, son seres de sangre fría y ni siquiera croan cuando dos pamplonicas sorprendidos se acercan para hacerles una foto.

Hoy hemos buceado un poco más en el Hong Kong de los rascacielos levantados con andamios de bambú. Contrastes a cada paso. La ciudad sorprende a cada rincón y ofrece la imagen de un viejo pescador que apila sus peces de roca a la sombra del cuarto edificio más alto del mundo. Mientras se pone el sol, un barco de velas rojas surca la bahía, y justo después, subimos al techo de la ciudad para admirar sus fastuosas luces desde la oscuridad de un bosque tropical. Es Hong Kong una de las urbes más contaminadas, pero también la que cuenta con más zonas verdes de Asia. El distrito de Kowloon, desde donde mañana nos embelesará el juego de luces que ofrece el skyline de la ciudad, es el núcleo urbano con la mayor densidad de población del planeta, 40.500 humanos por kilómetro cuadrado. ¿Digeriremos después de esto la inmensidad vacía del Gobi?

Apurando unos calamares malayos a la plancha reparo en lo feos que son esos bichos recién pescados y me pregunto qué tipo de persona hambrienta fue la primera que los guisó. Inevitablemente vienen a mi cabeza los pobres sapos del mercadillo. Este viaje pone a prueba a cada momento nuestra capacidad de adaptación, y no es fácil luchar contra prejuicios y etnocentrismos. Pero a veces lo conseguimos: recordando los pardos batracios, casi se me hacen más apetitosos que el cefalópodo que yace en mi plato…


domingo, 29 de julio de 2012

Mirad al cielo

Son como dátiles. Mismo color y misma forma. Se diferencian de esos frutos en que tienen patas y antenas, en que hacen ruido al correr y en que parecen haber sido creadas para repugnar.

Las cucarachas son las amas de Hong Kong. Disfrutan de su reino sin importarles los delirios de los humanos, empeñados en ganarle espacio al cielo. Se cruzan en el camino de las personas con indiferencia, alteradas solo por alguna sandalia homicida, y hozan a placer en los montones de basura que les brindan.

Paseando por esta isla donde piratas, asesinos y traficantes de opio camparon a sus anchas, uno no puede mas que pensar que son las herederas legítimas de aquellos personajes que malearon todo y más con el beneplácito de su graciosa majestad, la reina de Inglaterra.

Los ingleses devolvieron Hong Kong a China en 1997, dando lugar a esta rara avis de alma capitalista con tutela roja.

Hong Kong es, ante todo, la lucha del hombre contra los elementos. Aquí, la dificultad radica en que el espacio es reducido, y el territorio hongkonés está limitado por las montañas y el mar. Por ello lleva esta isla creciendo como un bizcocho en el horno más de cien años. Es la ciudad más alta del mundo, con treinta edificios que superan los 200 metros. Construyó su aeropuerto ganando terreno al mar y todos los años sale victoriosa de sus luchas contra los tifones.

Cuando ayer aterrizamos, o más bien, cuando conocimos cómo las monstruosas torres de Hong Kong encierran en sus entrañas a personas hacinadas en madrigueras de 10 metros cuadrados, cuando supimos que en determinadas horas puntas habilitan una calle para andar en una dirección y otra para andar en la contraria, cuando olfateamos serpientes fritas, nos dimos cuenta de que definitivamente habíamos cambiado de mundo.

Aquí hablan cantonés y ni los números se representan igual con las manos. El aire es caliente y denso (ayer se me empañaban las gafas al salir de los bares), en la calle huele a sopa todo el tiempo, gotean los aires acondicionados, los taxistas tienden sus calzoncillos en el maletero y callejones lúgubres e infectos rodean auténticas maravillas de la ingeniería. El mundo es ancho y fantástico. Y este viaje neonato nos va a ofrecer contrastes a cada paso.

Ayer llegamos y salimos de fiesta (era sábado). Hoy hemos cruzado el mar en un barco. Era el cumpleaños de un amigo de Ángela, nuestra anfitriona, y había organizado una fiesta con 30 personas. Nadando en las aguas verdes de un islote, alternando en los bares llenos de emigrantes europeos (la colonia española consta de 1.800 almas), observando las luces de neón, la música en directo, o las decenas de prostitutas camelando a occidentales decadentes, he recordado aquella atracción de Eurodisney, la del puerto pirata.

Hong Kong es hoy muy diferente a aquel antro de rufianes y bucaneros, Inglaterra ya no bendice el opio, y a nadie se le pasa por la quilla, pero al igual que ayer, mientras el hombre se pierde en sueños de grandeza, las indiscutibles amas del cotarro, las cucas, andan con los pies en la tierra y ni sueñan con mirar al cielo.

viernes, 27 de julio de 2012

Al Noreste de la Meca

"Comienza la carrera, a ver quién ganará". Rescato la perorata de ese feriante que desde que tengo memoria imprime emoción a las carreras de camellos en los sanfermines. Lo evoco por dos razones: la primera porque al igual que los camélidos de hojalata, mi camarada Gabriel y servidor comenzamos una carrera en la que la victoria es, simplemente, llegar a la meta, regresar a casa.

La segunda razón es porque en el lugar desde donde escribo abundan estos animales jorobados vivos y en forma de souvenir. Tecleo desde Doha, la capital del reino de Qatar, un minúsculo rincón en la península arábiga en el que las refinerías de petróleo se empachan de extraer. Hasta el alba de mañana esta será nuestra parada técnica antes del gran salto. Luce la media luna y en la calle hace 40 grados.

El vuelo hasta aquí ha sido agradable y enormemente interesante desde un punto de vista geográfico.

Como si de un enorme mapa de Google Earth se tratase, hemos ido sobrevolando desde el cielo el Mediterráneo de Oeste a Este. Hemos visto convertirse en maquetas a Cerdeña, Italia, y los Balcanes. Hemos atravesado el Bósforo como deben de hacerlo las gaviotas y hemos cambiado de mundo, penetrando en Oriente a través de la frontera de Turquía y Siria, planeando luego sobre Iraq.

Contemplando el atardecer sobre este último país no he podido sino pensar en lo insignificantes que parecen los conflictos humanos a vista de pájaro, donde no llega el ruido de las bombas ni los cristales rotos.

Aterrizábamos, cuando Gabri ha apreciado un curioso detalle en la pantalla de nuestro televisor: la orientación exacta de la Meca con respecto a nuestro avión.
Vagaremos ahora por la que parece una ciudad de demostraciones. Como una de esas señoras ricas que se engalanan hasta el barroquismo, sabiendo que su medida se estima en los kilos de oro que soporta. Y este país no repara en gastos, que se lo digan al Barça.

Por la mañana temprano, última etapa hasta nuestro destino, que no es más que el comienzo. Lejos quedará la Meca, y más lejos la calle Mallorca de Barcelona, donde ultimamos los detalles de la odisea anoche, amparados por nuestro amigo Txetxo. Por delante nos queda un periplo por tierra y, salvo alguna cabalgadura, sobre el hierro de los raíles del Transmongoliano. La idea es Hong Kong-Xian-Pekin-Ulán Bator-Irkutsk-Moscú.

Más de 10.000 kilómetros nos esperan. Saborearemos tres países, cinco culturas y un millón y pico de miradas. El viaje, pues, ha comenzado, mañana volaremos rumbo al sol naciente para darle luego la espalda durante un mes.


miércoles, 25 de julio de 2012

Mochilas

Podría escribir una canción para acordarme de qué es lo que debo meter en el macuto cada vez que emprendo un viaje de magnitudes considerables.

Quizás sería más sencillo una lista prefabricada, que limitase mi tiempo de reflexión a una ojeada. Bueno, quizás debería pero nunca lo he hecho. Ha sido por pereza, pero también porque cada viaje es diferente y por tanto diferentes son los enseres necesarios para hacerlo. Sea como sea, hacer la mochila es un coñazo. Siempre pesa más de lo que quisiera y siempre parto con la sensación -más tarde corroborada- de que llevo cosas que no usaré. El maldito "porsiacaso". Enemigo de vértebras y riñones. La excusa para que polizones inútiles sumen sus gramos a unos kilos ya de por sí incómodos de cargar a las espaldas.

En fin, siempre digo lo mismo y al final acabo metiendo lo que no quería. Quizás compense la certeza de que a cambio de portar un sobrepeso al que uno acaba acostumbrándose, la felicidad y paz de espíritu de madres, tías o abuelas se libra de lo equivalente al doble de carga extra que uno se lleva. Por lo menos.