martes, 21 de agosto de 2012

Agua y hierro

Ahora sí, ya hemos conseguido tomar el último tren. Rodamos por Siberia hacia nuestro destino final, la ciudad de los zares, la Rusia más europea: San Petersburgo. Allí llegaremos el día 25, y nuestro viaje estará a las vísperas de concluir.

Después del despiste de ayer, que nos deparó un día extra en Irtkustk, buscamos un hostel de urgencia que reservamos a través del teléfono. Al llegar allí, dos personas habían ocupado nuestras camas por error.
Conseguimos encontrar otro hostel pero ya era tarde, hacia frío y yo comenzaba a padecer un incipiente catarro que hoy parece mejorar, así que optamos por acostarnos directamente tras deglutir unas rebanadas de pan tostado con caviar.

Aquí ha llegado el otoño hace unos días. Durará apenas unas de semanas, entonces vendrá el invierno de repente para cubrirlo todo de un blanco que aquí se antoja eterno.

Hoy hemos regresado al Baikal, a su extremo Sur. El día ha sido fresco pero soleado, así que nos hemos alquilado unas bicis en un solitario campamento hippie y, luego de tomar un té, hemos recorrido un sendero paralelo a la orilla. A la orilla y al trazado original del Transiberiano, cuyos vetustos rieles aún se utilizan. Hablo de aquella vía que instalaron aprisa y corriendo tras la guerra con los japos y que tuvieron que modificar al poco de inaugurarla.

La sensación de paz y frescura que arroja el Baikal en días soleados es difícil de encontrar en otros lugares. Hemos ido con dos camaradas que conocimos ayer en nuestro breve paso por el hostel que visitamos en primer lugar. Uno de ellos, Arturo, es un alicantino que estudia Historia Rusa en Londres, con lo que hemos podido departir de lo lindo sobre el país que hollamos mientras tirábamos piedras al lago, hoy azul y manso como el estanque de un parque.

A nuestro regreso del paseo, todavía en las antiguas vías, que solo constan de 18 kilómetros y que actualmente recorre un pintoresco tren solo cuatro veces por semana, nos hemos cruzado con una cuadrilla de rústicos obreros ferroviarios que estaban cambiando los primigenios y ajados tarugos de madera que sujetan los raíles. Nos han enseñado sus herramientas de trabajo: palas, picos y unas palancas de hierro enormes con que extraen los viejos y oxidados clavos de la madera.

También se han hecho fotos con nosotros y, cuando nos despedíamos, el que parecía el capataz nos ha ofrecido un regalo muy especial: dos de esos herrumbrosos y retorcidos clavos, gruesos como estacas y clavados hace casi cien años por los sufridos trabajadores de los que hablé ayer. Bonito símbolo de nuestra aventura sobre raíles: el hierro.

Al regresar al campamento hippie, el sol brillaba ya con fuerza, reverdeciendo los claros del bosque y revitalizando pájaros cantores y abejorros zumbadores. Junto a las vías, unas vacas ramoneaban despreocupadas y, en medio de la bahía, un viejo pescador recogía desde un bote de remos sus redes repletas de omules.

Ante tal bucolismo, ha sido inevitable que forzásemos una despedida especial del mar sagrado. Apretando puños y dientes, nos hemos puesto los bañadores y nos hemos zambullido en las gélidas y puras aguas del Baikal.

Al salir del agua, ateridos y felices, nos hemos acordado de la última vez que nadamos. Fue hace mucho tiempo, pareciera una eternidad, en las verdosas y cálidas aguas del mar de China.

Sin embargo, aquellas aguas no están tan lejanas. Parte de ellas viajan desde el comienzo del viaje en mi mochila, en una botellita de cristal reforzada con cinta aislante. Acabará su viaje con nosotros en San Petersburgo. Allí, al Atlántico Norte, será arrojada parte del Pacífico por ser otro de los símbolos de la magnitud de nuestra odisea.

Agua y hierro.


No hay comentarios:

Publicar un comentario