sábado, 18 de agosto de 2012

Desandando a Miguel

Abandonamos hace cuarenta horas Ulán Bator rumbo al Norte, a la Federación Rusa. Escribo ahora desde Irkurtsk, a tiro de piedra del lago Baikal. Nos alojamos en un hostel de pinta soviética. Hasta aquí nos ha traído un taxista de aspecto terrible sobre el cual nos preguntábamos si cada uno de sus múltiples dientes de oro significaba un muerto en su haber.

Dentro de dos días tomaremos desde aquí rumbo Oeste. En esa dirección seguiremos hasta nuestro destino, que ya no es Moscú, sino San Petersburgo. Una moneda con la cara de Chiang Kai-Shek ha decidido que alarguemos el viaje hasta allí. Para ello nos meteremos la pechada en Siberia (cinco días en tren) cubriendo a la inversa el camino que Miguel Strogoff recorrió penosamente para entregar el correo del Zar. Con ello habremos completado por tierra una titánica ruta que une Pacífico y Atlántico. Extremo Oriente y Europa.

Transcribo seguidamente mis impresiones del viaje desde Mongolia;

"Poco a poco, la estepa mongola va dejando paso a terrenos más accidentados, ríos y tímidos bosques perennes. Viajamos en un camarote estrecho y polvoriento que compartimos con Matthias y Tim, un belga flamenco que regresa a casa tras un periodo de intercambio en sus estudios. Es la hora de comer, así que preparamos unos noodles y repartimos la butifarra mongola, el queso y el pan. Para cocer los fideos esperamos un buen rato a que la caldera de agua se caliente, gracias a un infiernillo de leña que tiene en su base.

Después de una buena siesta, paseamos por el tren, observando los últimos gers nómadas, que cada vez están más dispersos a lo largo del paisaje. Hace frío y llegamos a la frontera mongola cuando el sol se despide en el horizonte.

El protocolo de costumbre: revisión de pasaportes y equipaje, uniformados a bordo y largas horas de tediosa espera en medio de la nada. Una oficial mongola me pide la mochila grande. Al sacarla de debajo de mi cama, presiono sin querer el botón de encendido de nuestra mascota: un burro de peluche que baila a lo loco, comprado en un callejón de Hong Kong. La situación es un tanto embarazosa, y a la orgullosa soldado no le hace gracia ver a un asno bailoteando ante sus narices. Acierto a detener la danza justo antes de que nos saque de la habitación para desatornillar una trampilla del techo del camarote. Estamos limpios.

Arranca el tren y vemos a los militares despedirlo cuadrándose firmes en el andén, con sus manos en las sienes. Es ya de la madrugada.

En pocos minutos llegamos a la parte rusa, donde los uniformados -de piel blanca, nariz aguileña y grandes ojos claros- me inquietan todavía más que los anteriores. Uno de ellos va acompañado de un pastor alemán, va rapado al cero y viste ropa de camuflaje verde oliva. Permanece inerme frente a nuestra puerta, apoyado en la pared del pasillo. Los nervios hacen que un inocente comentario -"qué bien funcionan esos trajes, si no fuera por la calva, pensaría que es una maceta con una planta"- desaten una incontrolable carcajada que intentamos disimular sin éxito, salpicando la almohada de lágrimas y sudor frío. Al poco, desaparece el soldado-maceta. Nos quedan casi cuatro horas de espera.

Aprovecho para leer un poco sobre la ruta que comenzaremos dentro de dos días desde Irkurtsk. Vamos a cruzar Siberia, una de las mayores regiones del mundo, más salvajes y extremas. La conquistaron los zares a base de cosacos que arrasaban los bosques donde moraban pastores o guerreros como Hadgyi Murad. Construían con ellos fuertes que luego pasarían a ser ciudades.

En aquellos tiempos, el objetivo del Imperio Ruso era controlar el comercio de pieles y disponer de una salida al Pacífico, al otro lado del mundo. Esa salida es Vladivostok, el destino final del Transiberiano. Pero lo cierto es que, a parte de enviar disidentes (como Dostoviesky, que acabó desterrado en Omsk), o construir los 9.289 kilómetros de vía férrea que unen Moscú y Vladivostok, poco pudieron hacer los Romanov por colonizar esas tierras. En 1900 solo había en Siberia cinco millones de personas.

Stalin fue más eficaz: repobló Siberia a base de deportados, asesinos, o disidentes chechenos bielorrusos y ucranianos que enviaba a los trabajos forzados, a los gulags o a las ciudades. Y lo hacía a través de la misma línea férrea que pronto utilizaremos.

Stalin industrializó las orillas de los grandes ríos -El Obi, el Yenisei, el Lena o el Amur- de una manera salvaje e insostenible desde un punto de vista medioambiental. El padrecito levantó altos hornos e industrias metalúrgicas, químicas y de maquinaria. La herencia en Novosibirsk, por ejemplo, es la de la región más contaminada de Rusia.

Pero desde la caída del bloque soviético, cuando los siberianos alcanzaron algo de libertad, estos han ido vaciando la helada taiga progresivamente. Abandonan rumbo al Oeste los páramos helados, incapaces de ofrecer al hombre otra cosa que temperaturas inhumanamente bajas y privaciones.

Pensando en todo esto, me quedo dormido. El tren aún no ha arrancado, nos devuelven los pasaportes y Gabri coge el mío. Dormimos plácidamente, pero me despierto temprano y miro por la ventana. Fuera, llueve y hace frío. Me cubro con la áspera manta del tren y me apoyo en el quicio. Ya no se ven llanuras y gers, ahora desfilan ante mí densos bosques nebulosos, montes y pueblos de madera. Son los dominios del lobo y el reno y, más al Este, del temible tigre siberiano.

De repente, todo cambia. Otean mis ojos un horizonte que se abre gris y extenso. ¿El mar? No, es el lago Baikal, uno de los mayores y el más profundo del mundo, 1.642 metros en su centro. Nos recibe furioso, con grandes olas rompiendo en las rocas a tan solo unos metros de las vías. Azotado por siete vientos diferentes, todos los años manda a pique algún barco y sus pescadores.

Costeado el lago, vuelven los oscuros bosques de coníferas. La taiga. No tardaremos en llegar a Irkustk. Al comienzo de nuestro trayecto definitivo, que es más extenso que todo lo recorrido hasta ahora.

Parece un reto difícil de asumir, pero si mi tocayo lo hizo a caballo, acosado por fieras, tártaros y mosquitos... Cómo no habrían de lograrlo dos nómadas sobre raíles".

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