viernes, 17 de agosto de 2012

EL PAÍS DE NUNCA JAMÁS


Los nómadas del hierro han regresado al tren. Viajan a estas horas rumbo a Irkustk, la capital del lago Baikal. Rusia es nuestro último vagón. Atrás queda Mongolia, el país de los pastores y los guerreros. Una tierra salvaje y poco conocida que nos ha marcado a fuego, como a sus reses.

 Los últimos días en Mongolia tuvieron de todo. Desde una excursión a las dunas del mini Gobi a lomos de un camello, hasta la visita al parque nacional de Terelj.

 Madrugué hace dos días para -como recordaba haberlo visto hacer a Lawrence de Arabia- internarme en el desierto a lomos de un animal jorobado. Lo bueno de vivir con nómadas, lo vieron ustedes con Darla, es que las excursiones con monturas no son como en España: al paso y en hilera. Aquí, tú guías y marcas el paso de tu animal. Quienes me conozcan bien, sabrán la enorme dicha que para mí supuso que Mashtrish, el camellero, me entregase la cuerda atada a la argolla que atraviesa la nariz de mi sufrido animal.

 "Tursh, tursh", eran las palabras de arreo. Y vaya si obedecía. A dos metros de altura, acomodado entre sus dos peludas jorobas, azogaba a mi camello, que trotaba alegremente destrozando ingles, glúteos y salva sea la parte de su feliz jinete.

 Con la mano izquierda ligeramente separada del bicho, le indicaba el rumbo, -digamos que era el volante- mientras que con la derecha golpeaba los mullidos cuartos traseros de la bestia según la velocidad deseada. El acelerador.

 De regreso a los gers, acosado por las moscas que nos acompañaron todo el rato, y evocando una de mis películas favoritas, entoné la canción que canturrean los dos protagonistas de "El hombre que pudo reinar". Mashtrish me imitó divertido, con una sonata en mongol. La imagen de dos locos cantando sobre sus camellos en medio de la estepa, debió de dejar a más de una marmota perpleja.

 De regreso a Ulán Bator -cuyo nombre, "héroe rojo", no data sino de los años veinte, -cuando el país alcanzó su independencia de China gracias a los ruskis comunistas- compramos los billetes que nos sacarán del país y nos acomodamos en un nuevo hostel.

 La ciudad tiene un gran número de calles sin asfaltar, es polvorienta y sucia y sus carreteras están llenas de socavones que dificultan el tránsito. El tráfico rodado es el peor y más peligroso de cuantos hemos vivido en Asia. En China es el caos. La anarquía. Pero dentro de esa anarquía existe un cierto orden que no alcanzo a entender, pero que se percibe comparando. Quizás las motos, quizás el hecho de que circulan muy lento.



 Ulán es en cambio el infierno. Frenazos, acelerones, diez carriles donde solo hay dos, pitadas, peatones que se juegan el tipo con solo poner un pie en el asfalto, y atascos...

 La capital tiene una gran plaza donde está el Parlamento, con una estatua enorme de Genghis y otra de un héroe nacional. También hay algún templo budista que merece la pena y un memorial que exalta a Lenin y a los suyos, y que ofrece unas bonitas vistas de la ciudad. El resto carece de encanto por completo. Arquitectura soviética o chabolas.

 Es más, tiene instalada una central nuclear en el casco urbano, pese a los miles de kilómetros de campo sin rastro humano que conforman la república.

En todas partes advierten de que a partir de media noche, centenares de borrachos atestan las calles de UB buscando camorra. Y que los europeos son cotizados, así que optamos por dejar para otros lares nuestras salidas nocturnas.



En resumen, de Mongolia, nos quedamos con los dominios del nómada y el caballo. No con su capital de sedentarios.

 El último día visitamos un nuevo paraje lejos de la capital: el parque nacional de Terelj. Es un área que recuerda a los Pirineos navarros, aunque con sabor a Far West. De nuevo gers y caballos en cada rincón del valle. Y velludos yaks. Pero en vez de arena y estepa, observamos rocosas cumbres y bosques de abetos.

Llegar hasta allí puede ser fácil y caro (una excursión organizada de 70 dólares). O difícil, barato y divertido. Optamos por la última opción, claro, un destartalado autobús de línea lleno de provincianos mongoles que cubre un recorrido de hora y media en cuatro horazas. Tenemos suerte y conseguimos asiento, yo ventanilla y Gabri pasillo.

Poco a poco el bus se atesta hasta la asfixia. De pronto, un borrachín sube al vehículo y nos la juega. Va sucio y mugriento como un tizón, y apesta a raigón de cabra. Dice cosas inteligibles todo el rato y se sienta literalmente dando tumbos encima de Gabri. Éste prefiere no armarla y, a punto de echar las saduras, le levanta cediendo su asiento.



El borrachín se apretuja contra mí y debo sacar la cabeza por la ventana para no marearme. Me toca el brazo todo el rato balbuciendo cosas que no entiendo. Hago de tripas corazón e intento dormirme. Llegado un punto aparece el revisor. El borrachín no ha pagado billete y no tiene intención de hacerlo. El revisor intenta echarlo, pero él se apretuja contra mí. El gentío que colapsa el pasillo limita los movimientos del revisor, que desiste derrotado. El hombre sigue hablándome. Gabri ríe de pie en el pasillo. El olor es realmente insoportable, y me sigo asomando por la ventana hasta sacar casi medio cuerpo.

Al cabo de un rato, el revisor vuelve a la carga. Forcejean. El borrachín me aplasta contra la pared. Al final lo echa. Me da pena el hombre, pero tampoco sé lo que hablaban, e intervenir se me antoja inoportuno. Opto por ceder mi asiento a un par de señoras mayores y viajo el resto del camino de pie.

Ya en el parque, caminamos hasta llegar a un río que debemos cruzar descalzos. El agua nos llega hasta la rodilla y la corriente casi nos hace caer. En la otra orilla decidimos ventilarnos el embutido y el queso que hemos comprado. Al poco viene una anciana que nos pide que le ayudemos a cruzar la corriente. Gabri ya está descalzo y yo me dispongo a hacerlo, cuando aparece un carro tirado por un buey y le hace el favor a la viejecita. Me encanta este país.

Seguimos caminando hasta que vemos acercarse una tormenta. Volvemos sobre nuestros pasos y justo acabamos de cruzar el río por otro punto más estrecho, cuando estalla el aguacero. Nos cobijamos junto a un perro y un niño en un kiosko desvencijado. Pasa la tromba y damos un último paseo antes de esperar al bus de vuelta. En el campo donde para, vemos a unos niños jungando y riendo como locos. Nos recuerdan a Artieda, Muñecas o Akerreta, nuestros respectivos pueblos. El reino de nuestra infancia, los años de aventuras y de auténtica libertad.

Juegan con un poste de madera que convierten en un imaginario bazooka, y al observarlos se me ocurre una idea. Les pido el poste y le digo a Gabri que haga como que dispara a campo abierto. Yo grabo con mi móvil. Tengo una aplicación en el IPhone que simula el lanzamiento de un misil. El truco ha quedado niquelado.

Llamo a los niños para que vean el vídeo. Se apretujan todos contra mí, alguno se me sube a la chepa literalmente. Es difícil describir la cara de asombro, sorpresa y felicidad que ponen cuando ven que su pretendido bazooka lanza auténticos misiles. Lógicamente vienen más niños, y me toca repetir ese y otros trucos con cada uno de ellos.

Uno tira una piedrecita al aire y del cielo cae una roca enorme. Otros lanzan gravilla y provocan un terremoto. Los niños flipan en colores y cuando llega el autobús, nos abrazan y se despiden llevándose el mágico bazooka.

Viéndolos alejarse, vuelvo a pensar en ni infancia, en mis correrías por el pueblo, entre caballos, vacas y montañas. Haciendo cabañas todo el tiempo y jugando con espadas a ser auténticos guerreros.

Eso ha sido Mongolia para nosotros. Una especie de vuelta a la infancia, al país de Nunca Jamás. Nuestro regreso a la aventura, a la naturaleza. A la verdadera libertad".

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