lunes, 27 de agosto de 2012

El síndrome 'Transib'

Pegarse cuatro días de la vida de uno encerrado en un tren, a priori, puede parecer un coñazo, cuando no una tortura. Lo es, en parte, aunque también resulta una experiencia interesante difícil de olvidar. Estamos ya en San Petersburgo. Les cuento:

Viajamos en vagones de tercera. Esto es literas atravesadas o alineadas a lo largo de pasillos sin compartimentos, ni puertas, ni nada que pueda ofrecer intimidad alguna. Como una gran habitación de unas cincuenta camas.

Por la noche, la gente duerme mecida por el suave traqueteo del tren. Cada cierto tiempo retumba un fuerte "CLONC CLONC" y el vagón se estremece. Son los empalmes de los rieles, ya no nos despiertan. Por el día, los pasajeros convierten los lechos inferiores en butacas con una diminuta mesita y queman como pueden las interminables horas: juegan a cartas, comen, beben, charlan, miran, fuman entre vagones, o yacen. Nadie se ducha, por lo que el olor es aquí almizcleño y denso. No importa. Hace tiempo que ya no.

Hay muchos niños pequeños y por ello, en algunos andenes, los buhoneros se apostan para vender peluches, juguetes y libros para colorear. Saben que una criatura metida cuatro días en un tren significa ganancias en la misma proporción que tedio paterno. Negocio redondo, vaya.

El pasaje es variopinto: viajeros solitarios y sombríos, familias con nietos y abuelos al competo, estudiantes, marines de la flota del Pacífico que regresan a casa de permiso y se visten con el uniforme de gala cuando llegan a su última estación, y dos españoles. Pasado Ekaterimburgo, subió una chica con dos de esos extraños y repulsivos gatos sin pelo ni bigotes, que me despertaron con sus lastimosos maullidos. Hablaré de ella más tarde.

En el vagón nos tratamos todos familiarmente y en cada recodo, los pasajeros comparten lo que tienen. La señora que pernocta debajo de Gabri nos convidó una mañana a almorzar un embutido casero y pepinillos frescos. Katia, la estudiante que vive bajo mi litera, nos ofrece pipas y chucherías de vez en cuando. A veces pasa una anciana diminuta ofreciendo unos bollos rellenos de patata y anunciando su mercancía como una letanía: "krasnayaska, piska, kapuska". Un día le compramos género y nos perdonó un rublo. Desgraciadamente, nadie habla inglés aquí.

Un risueño y grueso revisor de uno de los vagones de primera nos oyó discutir una vez en castellano y nos llevó -a modo de terapia- al compartimento de una pareja milanesa que viajaba en primera. Allí tuvimos una agradable tertulia en italiano sobre aventuras y desventuras de unos y otros. Hay que ser un tío con ojo fino, para presentar a dos españoles y dos italianos únicamente para que puedan charlar en algo derivado del latín. Nos hizo un gran favor el hombre.

Otro día le pedí a una chica que nos sacase una foto en alguna estación siberiana cuyo nombre jamás recordaré. Lo hice simplemente porque no parecía rusa. Mis sospechas se confirmaron cuando le pregunté si hablaba inglés. Es alemana de origen kazajo y hemos hecho el viaje prácticamente juntos. Hablar inglés o una lengua familiar hermana aquí más que compartir los colores de un equipo de fútbol.

En cada vagón hay una encargada. Son cumplidoras y serviciales, pero serias y adustas como zarzas. La nuestra se llama Vera. Es joven y lozana, de anchas caderas, mofletes carnosos y rubicundos rizos. No sabemos si habla -ruso, inglés o chino mandarín- pues cumple con su trabajo y calla. Nuestros esfuerzos por iniciar una conversación trivial se han estrellado siempre contra un muro de mutismo absoluto.

En el tren también hay gente que hace tiempo perdió la cabeza. Generalmente son trabajadores del tren. Vienen y van del Pacifico a Moscú una y otra y otra vez. Hay un revisor con cara de calavera que se mueve a trompicones, mira fijamente a los ojos y lanza sábanas y mantas a los viajeros.
Un día me agarró de las caderas y me estampó literalmente contra la pared porque estaba en medio del pasillo que debía cruzar. Otro día le vimos arrojar una bolsa de basura en el espacio entre vagones. Locura pura.

Luego están los apátridas y vagabundos. Fuman como carreteros y permanecen impasibles ante un saludo o una pregunta. Mirada perdida y chimenea en la boca. Vagan por los vagones como ánimas en pena. Ni sienten, ni padecen. Pero a nosotros nos inquietan con sus aires de psicópatas.

Y como guinda, en nuestro vagón tenemos a la loca de los gatos. Duerme con ellos abrazados a menos de tres metros de nosotros. Éstos se parecen a los conejos exhibidos en la carnicería, con sus venillas azules, su piel fina y denterosa y sus costillas. Son de un color ceniciento y enfermizo. Los pobres engendros además hieden a miserias y, sobre todo, maúllan. Maúllan incesantemente como implorando que los sacrifiquen. "Miau, miau, miauuuu". Puedes oírlos gemir durante todo el día sin darte cuenta, pero a la noche la cosa es más peliaguda. Cada "miau" se te clava en las sienes como en una tortura china. Y es aún peor la imagen de su dueña abrazada a ellos en la litera, vestida aún con su peto vaquero y provista de unos cabellos crespos y pajizos que siempre mesa. A veces, puede ser a mediodía o de madrugada, sale al entre vagón con los dos felinos calvos, que tiritan todo el tiempo, para que respiren en su agonía. Los trata como si fueran bebés, los lleva en brazos y los besa en las resbalosas nucas frecuentemente, susurrando dulces palabras en sus grandes y traslúcidas orejas. Como una cabra. Como una maldita cabra.

Nosotros luchamos de diversas
formas contra ese síndrome del Transiberiano que parece hundir en el tedio y en abismos desquiciantes a ciertos individuos. Una tarde empezamos a silbar bandas sonoras pero, al parecer, silbar en Rusia es de malísima educación, así que cesamos de hacerlo cuando Vera -la revisora- nos censuró ásperamente.

Gabri se está leyendo "Miguel Strogoff" y yo he terminado "La muerte de Iván Ilich" y "el Hombre que quiso ser rey". Por otro lado, no nos quedan más películas en el IPad, así que un día rodamos y montamos una. Cuando acabamos, decidimos doblarla al ruso y subtitularla. Quedó bien, pero el juego no dio más de sí una vez agotada por dos veces la batería.

A veces el tren hace paradas largas, de treinta minutos o una hora. Aprovechamos entonces para estirar las piernas o aprovisionarnos de refrigerios. Un día, en Marinsk, nos pasó algo divertido. Transcribo la anécdota tal y como la apunté en mi bitácora al poco de ocurrir:
...
--Nadie dijo que algo tan sencillo como pelar un huevo duro podría tener consecuencias tan nefastas. Hoy casi las ha tenido. Estación de Marinsk, son las ¿19.35? de la tarde y nuestro tren se detiene veinte minutos en una remota estación de la remota Siberia rusa.

Nos damos un garbeo y paramos en una fonda a pie de vía, donde una dulce señora nos ofrece pesadas empanadas de carne que deglutimos con hambre leonina. Tras las empanadas, nos llama la atención una bandejita de huevos duros que la dulce señora exhibe en su mostrador. Pedimos dos y pagamos 16 rublos por ellos.

Mientras los pelamos y sazonamos, Gabri insiste en lo mucho que le gustan los huevos de esa guisa. Recuerda cómo, durante su estancia en la gélida Copenhague, se preparaba una docena a principios de semana para consumir huevos duros en la universidad. Yo estoy de acuerdo con él: los huevos duros, pese a su sencillez, son exquisitos.

Salimos de la fonda con un botellín de cerveza marca CCCP todavía en la mano, y decido fotografiar un poco la estación antes de partir en nuestro tren, ese azul que se encuentra estacionado a menos de veinte metros.

"¡¡Mikel, Mikel!!".
Escucho gritar a mi compañero y al volverme veo cómo corre y se sube veloz al vagón azul, que tiene las puertas de uno y otro lado abiertas de par en par. "¡Qué exagerado! Si el tren está todavía parado". Lo pienso justo antes de reparar en que nuestro tren no es azul, sino gris, y en que está justo detrás del que Gabri acaba de atravesar y que ha llegado mientras nos comíamos los huevos. El nuestro está ya en marcha.

Echo a correr, me subo al tren azul y lo atravieso. Tropiezo con un pasajero y mi boli cae al suelo. Dudo una milésima de segundo y lo abandono. Ya en el andén, veo a Gabri encaramado a las escaleras metálicas que acaba de tenderle un apurado revisor y a éste haciéndome señas como un loco con medio cuerpo fuera del vagón.

El tren va cogiendo velocidad y un sudor frío me empapa la espalda. Corro más y más, como en una película. No sé si podré alcanzarlo... ¡Gano terreno! ¡Sí! Lo voy a alcanzar, veo a Gabri justo encima de mi cabeza, agarro el pasamanos metálico y, luego de un último impulso, me cuelgo literalmente de la escalerilla. ¡Estoy dentro! Observo a Gabri desencajado y sudoroso mostrando la hora: 19.55. Ha sido cuestión de segundos.

Cuando nos vamos hacia nuestro camarote, con las dos cervezas aún en la mano, y una risa nerviosa y triunfante desatada, el revisor musita unas palabras en ruso cuyo significado no entiendo, pero sospecho: "Os ha ido por los pelos de un huevo, chavales".--
...

El tercer día, el tren se detuvo en Ekaterimburgo casi a media noche. Nos bajamos a respirar el aire frío y húmedo de la estación. Fue la última vez en este viaje que pisamos suelo siberiano y -por ende- asiático. Más allá atravesamos los montes Urales y con ellos el kilómetro 1.777 del Transiberiano, donde se haya el hito intercontinental, la frontera entre Europa y Asia. En el tren brindamos por ello con una cerveza comprada a pie de vía.

El paisaje siberiano es todo bosque y casas de madera salpicadas en sus orillas. Abedules ("piruosa" en ruski), pinos, abetos. Hay mil tonalidades de verdes, y apenas se ven carreteras. Solo cuando el tren atraviesa alguna ciudad importante. El resto son aldeas de madera comunicadas por caminos llenos de charcos. Se ve a los montañeses apilando madera ante la inminente llegada del invierno, algún pastor de vacas y algún hortelano azada en mano labrando el patio trasero de su choza.

El resto son bosques, bosques y más bosques. Bosques hasta la indigestión. En ocasiones aparecen claros o porciones de foresta arrasadas por uno de los muchos incendios que asolan Rusia cada verano. También aparecen a veces amplios campos de cereal que ayudan a la vista a respirar un poco.

Pero luego regresa la densa y oscura vegetación, los árboles inacabables, la monotonía de la taiga, el bosque boreal. Nada cambia ahí fuera, 8.000 kilómetros y el cuadro no varía un ápice, como si diéramos vueltas en círculo. Y en ese cuadro siento a los lobos. Lobos acechantes en lo más profundo de los bosques. Y temibles osos. Y espléndidos venados.

¿Cuánto tiempo llevo mirando por la ventana? No importa, aquí el tiempo carece por completo de significado. Mientras dormimos, o leemos, o nos lavamos los dientes, vamos atravesando una tras otra diferentes franjas horarias. Siete desde desde Vladivostok. Nadie sabe qué hora es en realidad. El tiempo es algo absurdo, desfasado, cuando viene determinado por la visión repetitiva de miles y miles de abedules. En la puerta del vagón, un reloj de estética soviética marca la hora de Moscú. La hora de Moscú, siempre la hora de Moscú. En los billetes de tren, en la estación. Oscurecía en Irkustk cuando tomábamos el tren hace ¿tres? días. Y el reloj de la estación marcaba las 13,20. Es absurdo el tiempo, desquiciante. Pero nadie pierde el juicio por estar encerrado en un vagón ¿cuánto? ¿90 horas? No, nadie enloquece por 90 horas. 90 horas. 90, desde el Baikal hasta el mar Báltico. 720 desde el mar de China. ¿Dónde queda eso? ¿Qué hora será allí? ¿Y en Xian? ¿Y en Ulán Bator? No delires Mikel, aquí el tiempo carece de sentido. ¡Carece de sentido! Tú solo observa desfilar los árboles ahí fuera.

Miro de nuevo por la ventana y vuelvo a ver los abedules, los pinos, los abetos... ¡Siberia! Y me acuerdo de los cuentos rusos de mi infancia, de Pedro y del pajarillo Shasha. Y evoco también a Hadyi Murad, y a los cosacos, y de nuevo al correo del Zar. El tren se cruza con una división de dragones franceses congelada junto a sus caballos, todos con muecas de horror en sus rostros, fagocitados por una tierra que fue creada para repeler a los hombres. Y más allá veo a un soldado alemán exhausto desplomarse de rodillas sobre la nieve. No se levantará más. Y aquí distingo los muros de un gulag. Y las hogueras con que los prisioneros intentan vencer al frío negro... Y de pronto... ¡soy yo quien estoy ahí dentro! En el bosque, a lomos de mi alazán. ¿He perdido el juicio? Imposible, voy tocado de un gorro de piel de jineta y una gruesa casaca de lana. Siento un frío endemoniado, pero no tiemblo. Solo cabalgo. Y de pronto, se aparece ante mí. ¡Es el lobo! El lobo siberiano, que me mira fijamente con sus ojos verdes. Expulso el vaho de mis pulmones y contengo la respiración. Y apunto mi rifle contra la bestia, que abre sus fauces plagadas de dientes y ruge...
¿Ha sido eso un "miau"?

1 comentario:

  1. Ricas descripciones de lugares y tiempos. De momentos. De sensaciones. Casi puedo verme sentada entre los personajes del tren. Casi puedo sentir la ausencia de horas, o su presencia constante. Y disfrutar de tu forma de escribir. Un placer. Un auténtico placer.

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