lunes, 20 de agosto de 2012

El tren de los tigres

Mientras leen estas líneas nos deberíamos encontrar los nómadas atravesando bosques boreales y ríos inmensos. Pero no, estamos tirados en Irkustk un día más de lo previsto. Confundimos la fecha de los billetes. Por suerte nos hemos adelantado, no llegamos tarde, pero esta noche la pasamos aquí. Mañana partiremos definitivamente hacia un viaje de cinco días en tren. Hace frío en Siberia, y llueve. Parece invierno, pero no nos molesta el clima, al contrario, al mirar por la ventana el gris y silencioso paisaje se nos antojará aún más evocador. He leído varios reportajes sobre el medio de transporte en que nos vamos a desplazar. Les cuento:

Fue el malogrado Nicolás II quien puso la primera piedra del Transiberiano en Vladivostok, cuando aún era un adolescente. El entonces zarevich ignoraba que su vida, y la de miles de rusos a lo largo del siglo XX, quedaría inevitablemente ligada al trazado de la línea férrea que comenzó a construirse aquel 31 de mayo de 1891. En una de sus paradas, Ekaterimburgo, al pie de los Urales, acabó su vida y la de su familia, muchos años depués, en 1917.

El Transiberiano fue un reto colosal que los zares decidieron afrontar como única manera de asegurar las fronteras más remotas de su imperio.

Hasta entonces, la única vía de cruzar Siberia era la carretera Sibirsky Trakt y el mejor modo, tarentas en verano y trineos en invierno, cambiando de caballos cada cuarenta kilómetros. Lo sabe bien Miguel Strogoff, a quien no me canso de recordar.

Con ese panorama, desplegar un ejército en caso de invasión era una empresa costosa, lenta y penosamente complicada.

Así pues, Alejandro II decidió plantar diez mil kilómetros de vía férrea de Oeste a Este. Para hacerlo echaron mano de todo: campesinos, deportados, y emigrantes turcos, persas, chinos y coreanos. Pero éstos podían currar tan sólo cuatro meses al año, cuando el suelo se descongelaba. Se entiende así que los trabajos fuesen lentos en extremo y extenuantes. A eso hay que añadir nubes de mosquitos, epidemias, desbordamientos de ríos, motines de exiliados o aterradores ataques de los tigres siberianos, que encontraron en los 15.000 culis chinos, una notable fuente de alimentación.

La obsesión del Imperio Ruso por completar la línea para estar preparado en caso de una invasión de su vecina China, le hizo bajar la guardia ante otra potencia que emergía en el lejano Oriente. También de ojillos almendrados.

El bofetón de los japoneses llegó sin avisar en 1904 y pilló a los ruskis con la obra empantanada en pleno invierno a la altura del Baikal. Con el Transiberiano sin acabar, se ordenó apresuradamente plantar rieles en el grueso hielo del lago para atajar hasta la costa Pacífica, donde la flota rusa ya había sido arrasada por los nipones.

Pero el calor y el peso de la locomotora quebraron el hielo y la tropa tuvo que avanzar en trineos o a pie hasta su objetivo.

Perdieron la guerra y grandes franjas de territorio en el Este del Imperio. Los zares -con la humillación amarilla escociendo en sus posaderas- decidieron acabar el trazado lo más rápidamente posible. Se hizo una chapuza, los trenes descarrilaban y el hierro se doblaba por ser de mala calidad. Así que hubo de reinstalarse la línea. Para cuando acabaron, en 1916, el mundo ya llevaba dos años de guerra y el Imperio tenía las horas contadas.

El Transiberiano nació justo en la víspera de la hora más importante en el devenir de la historia rusa. Un año después de completarse, los bolcheviques ocupaban en San Petersburgo el
Palacio de Invierno y estallaban la Revolución y la Guerra Civil.

Siberia era "blanca", y por la línea del Transiberiano -en cuyos vagones se instalaron cañones y ametralladoras-, escapaban miles de soldados checoslovacos que habían desertado del ejército austrohúngaro, o llegaban las armas que las potencias aliadas suministraban a los ejércitos contrarrevolucionarios.

Con el avance de los rojos por Siberia y la toma de Omsk, los zaristas emprendieron la desesperada huida hacia el Este a través de los rieles que mañana recorreremos en sentido contrario.

Ya en manos de Stalin, el Transiberiano sirvió para colonizar esta tierra a base de los presos políticos del gulag. Aún pueden verse algunas de estas siniestras estructuras junto a las vías, así como la hoz y el martillo grabados en los férreos vagones.

Merced a los planes quinquenales, Stalin plantó industrias y abrió minas alrededor del tren. En 1941, mientras la Wehrmatch se adentraba en la Unión Soviética, las fábricas del Oeste se desmontaron pieza por pieza y fueron trasladadas por esta vía férrea para volver a ser instaladas en lo más profundo de Siberia. Mientras, a los nazis no les quedaba en su avance más que sangre, fuego y hielo.

Todo eso sabemos del tren en el que nos quedaremos poco a poco dormidos mientras ustedes leen.

Hoy hemos coincidido con una cuadrilla de alemanes que llegaron hasta Irkustk utilizando esa ruta. Y no han sido pocos los chinos y japoneses que nos hemos cruzado que han tomado el mismo tren.

Caprichos del hombre, que a veces no sabe por dónde le da el aire. Muy distinto a los tigres siberianos, cuyos brillantes ojos imagino observando desde la espesura el paso del tren. Se relamen esperando quizás a que algún vagón descarrile para aprovechar -como sus antepasados- las comodidades que el ser humano brinda a veces con sus delirios de grandeza.

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