martes, 7 de agosto de 2012

La prueba más dura

En España algunos de ustedes se están levantando. Nosotros estamos por fin en Pekín, después de toda la noche en tren recordando a los guerreros de Terracota. Ahora escribo mi bitácora a modo de deshaogo: he perdido mi pasaporte.

Ha sido en apenas 10 metros. Después de una mañana infernal en la estación de tren, vagando de taquilla en taquilla para comprar el billete a Ulán Bator para dentro de tres días, nos dicen que esos billetes los dispensa el Hotel Internacional, a diez kilómetros de allí. Salimos de la estación, a la capital de la China popular y la primera visión nos golpea como un mazo.

Pekín es un monstruo gigante de hormigón y acero. Y su estación de tren, un enorme estómago que deglute y expulsa criaturas luego de haber digerido su moral y su capacidad de resistencia. Nos montamos en un taxi cuyo conductor sabemos a ciencia cierta que no nos ha entendido en absoluto a donde queremos ir. Da igual, necesitamos escapar de las entrañas de la bestia, aunque quizás rodamos hacia las fauces.

En efecto, tras una hora rodando por las inmensas avenidas de la ciudad, sin ceda el paso, sin semáforos, circulando en ocasiones en dirección contraria, conseguimos llamar a nuestro hostel para que le digan al chófer cómo llegar.

Grita todo el rato, pita, y fuma, y habla por el móvil, y casi atropella a varias personas. Se señala en el pecho al pasar por el mausoleo donde duerme la momia de Mao y levanta su pulgar al decir: "China".

Al fin llegamos al hostel. Está en un barrio angosto y sucio, así que nos cercioramos de que en efecto es el que buscábamos antes de descargar las mochilas. Gabri me hace una seña afirmativa. Pago al conductor mucho más de lo que debiera y éste arranca a todo trapo sin decir bye

¿Estamos en las fauces del monstruo? ¡No! El hostel tiene buena pinta, y delante de nosotros hay tres chicas registrándose... ¡¡Y eso que hablan es euskera!! Sentimos que la hostilidad de ahí afuera desaparece por un instante.
-"¿De dónde sois?"
-"De Pamplona, ¿y vosotros?"
El recuerdo de la patria chica, la coincidencia más difícil, en el lugar más remoto, en el momento más inesperado, nos reconforta. Una de ellas ha trabajado aquí seis meses.

Son las mejores aliadas en la lucha contra el monstruo. Quedamos en vernos más tarde. El chico del hostel nos pide los pasaportes para hacer el registro y ahí llega el revés inesperado cuando cantábamos victoria. La broma macabra de un monstruo que no se deja conquistar fácilmente.

Mi riñonera con el pasaporte, los visados y 200 euros ha desaparecido. No cunde el pánico, porque el golpe me ha dejado aturdido. Saqué el dinero de la riñonera para pagar al taxista hace tres minutos. Son 10 metros. ¿Es posible? Busco en la mochila, Gabri también, salgo a la calle y me agacho por debajo de los coches. Nada.
El pasaporte se puede conseguir en tres días a través de la embajada, pero ¿Y los visados de Mongolia y Rusia? No tenemos ni una referencia del taxista, ni siquiera un recibo o el número de taxi. Tampoco sabemos que la riñonera se haya quedado allí.

Con la mirada perdida, me siento a digerir la nueva dimensión que adquiere el viaje. Gabri me da un abrazo y me tranquiliza.
El chico del hostel, Daniel, también lo hace. Dice que queda un as en la manga. Cuando entramos, nos cruzamos con la furgoneta que lava la ropa sucia. La calle es estrecha, y quizás mi riñonera cayó en un cesto. Van a comprobarlo, le llamarán en un rato.

Mientras, espero paciente. Y me relajo escribiendo. Ahora me daré una ducha. Hemos perdido una dura batalla, pero queda todavía mucha guerra.
Tranquilas, pues, mamás, familia y amigos. Y sobre todo abuelas. El sol se pone siempre, y hacia allí seguimos.

Les iré contando...

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