miércoles, 15 de agosto de 2012

Nomadeando (I)

Recién regresamos de una de las mejores experiencias del viaje. Hemos estado incomunicados, de ahí el silencio en esta bitácora. Estamos sucios, cansados y con alguna magulladura sin importancia, pero felices. Digerimos todavía los tres días que acabamos de vivir con los nómadas mongoles. Muchas cosas que contar. Mucho paisaje que describir. Ahí va la primera parte:

"Partimos hacia las nueve de Ulán Bator, cuyo cielo amaneció gris como el lomo de un conejo.

Tras repostar combustible en una camioneta que la dispensaba a granel, nos adentramos en las llanuras mongolas por carreteras llenas de socavones aunque pocas curvas. Enseguida contemplamos ganado disperso en la vastedad de la campiña: cabras de pompis descarado, ovejas lanudas, vacas y caballos. Miles de caballos en un mar de pasto donde ni una sola valla, ni un alambre de espinos pone coto a su albedrío.

El caballo mongol es paticorto y grueso, y casi nunca cabalga a galope, sino que trota graciosamente meneando sus crines cortas y duras como las cerdas de un cepillo. Los nómadas son expertos caballistas y gobiernan a sus bestias con una sola mano, rebotando en una silla pequeña y dura. A veces se sirven de una vara larga a cuyo extremo hay un lazo para separar a las reses.

En otras ocasiones se valen de otro tipo de cabalgadura, muy útil en un terreno poco accidentado como este. En una vaguada junto al camino, vemos a un niño de unos diez años recoger el ganado subido en una motocicleta de la que apenas le sobresale la cabeza.

Los nómadas llevan a las manadas de un lado a otro buscando los mejores pastos según las estaciones. Usan la piel y la lana de sus animales para confeccionar sombreros y recias parcas. Las visten con las mangas tapándoles las manos y un grueso cinturón ciñéndolas a su cintura.

El nómada vive por lo general en Gergs, tiendas hechas de lona y madera que montan y desmontan cada vez que cambian de paraje. Hoy dormimos en uno. Miden no más de dos metros en su cúspide y tienen forma de carpa de circo. Las camas son de madera y están ricamente decoradas con motivos florales. Se colocan junto a las redondas paredes, y en el centro del Gerg suele haber una estufa de leña y una mesita para comer. Al lado de la puerta hay también una palangana para el aseo.

Las familias se instalan durante largas temporadas y luego, en un abrir y cerrar de ojos, recogen bártulos y hogar y se trasladan a otro lugar con ayuda de carros tirados por caribúes, camellos (los de dos gibas) o tartanas de otro siglo.

La caza abunda en las praderas, y los mongoles son diestros en el arte de la cetrería. Apresan conejos y marmotas con ayuda de hermosas águilas pardas. También con sus carabinas. No hay árboles en las inmediaciones del Gobi, así que no nos llama la atención ver a las rapaces descansar a menudo posadas junto a las cunetas.

Existen otros habitantes en las praderas y las grutas de la montaña, pero el mongol no teme al lobo ni al oso, que se mantienen alejados de los campamentos gracias a perrazos de aspecto fiero y colmillos blancos.

A la hora de comer nos detenemos junto a una de las escasas ventas de madera que pueden encontrarse en la estepa mongola. Las posaderas nos sirven un guiso a base de cordero y pasta de patata aromatizada con hojas de laurel. Está realmente sabroso. Lo acompañamos de té caliente y amargo, y uno de nuestros guías nos ofrece como postre una leche aguada y agria de yegua. Se llama aerik, y beberla no solo supone la base nutritiva de los moradores de esta tierra, sino que constituye todo un ritual del que participaremos más de una vez.

Fuera de la fonda, bien cebados cerdos retozan en el lodo de los charcos y más allá, unos pastores hacen de vientre sin pudor agachados sobre las cortas hierbas del campo. El suelo está húmedo hoy, y al poco de caer un breve aguacero, la alfombra esteparia reverdece, ofreciendo un bonito espectáculo.

Hoy es el primer día en nuestro viaje en el que nos calzamos botas y calcetines, así como pantalones largos. Se agradece el frescor que arrojan las nubes del horizonte, después de 15 días nadando en un calor pegajoso y sucio.

Aparte del conductor, en nuestra furgoneta viajamos con Lorenzo, un milanés con cara de zorro que habla solo, y con una pareja de polacos. Son madre e hijo, y si fueran amarillos, se llamarían Seimour y Agnes Skinner.

Delante de nosotros, una ambulancia del ejército soviético de los años cincuenta abre la expedición. En ella viajan Matthias y una cuadrilla de oñatarras con los que no paramos de reírnos cada vez que la caravana se detiene. Nos despediremos más adelante, al tomar ellos rumbo a unas cataratas que nos quedaremos sin visitar por falta de tiempo.

Con los hermanos guipuzcoanos contemplamos el panorama desde un santuario budista levantado sobre una colina. Son muchos los que salpican el campo. Montoncitos de guijarros con un poste en medio vestido de fajas azules y rodeado de ofrendas variopintas que los creyentes realizan cuando pasan por allí.

Hay de todo, desde muletas o tabaco, hasta cabezas de caballo. Nos topamos con un niño y su padre arrojando leche solemnemente sobre las piedras.

A vista de pájaro, admiramos la imponente cordillera del Hughung Hangk, -que al atardecer recuerda a los montes de corcho que decoran un Belén-, y las incipientes arenas del desierto del Gobi.

Por la noche, la camarilla de viajeros observará el limpio cielo
Mongol y verá las perseidas, antes de comenzar una tertulia que -cerveza en mano- se prolongará hasta la madrugada: la crisis, obviamente.

No he hablado aún del gordo Nora. Así se llama nuestro chófer, que despierta en nosotros amor y odio a un tiempo. Nora conduce como un loco la destartalada furgoneta con que recorremos estos parajes. Siempre en quinta. A veces es preferible comernos uno de los profundos baches del rústico pavimento, que vivir otro golpe de volante con que intenta evitarlos a toda velocidad. Cada vez que lo hace, la furgona amenaza con arrojarnos a la cuneta.

Peor son los adelantamientos en cambios de rasante. En una ocasión casi enviamos a una camioneta llena de cabras a donde Cristo dio las tres voces. Gabri y yo compartimos el único cinturón de seguridad del vehículo y nos cagamos en los muertos que suponemos a Nora cada vez que invade el carril contrario sin tener muchas garantías de poder regresar de nuevo al nuestro. O cuando rebasa por un camino de barro paralelo a la carretera a un coche que va menos rápido que él.

Nora viste chaleco, camiseta a rayas y gorra grasienta. Está rollizo y fuma uno detrás de otro unos finos pitillos cuyo humo expulsa por la ventana. Su piel es morena y está curtida como el cuero. Sus ojillos mongoloides son muy oscuros y apenas se aprecia su parte blanca. Están flanqueados por profundas arrugas de color más claro. Debajo de su chata nariz pende un bigote oscuro y ralo como el que se puede ver en el retrato de Genghis Khan que incorpora la moneda nacional.

Se comunica con nosotros por gestos o sonidos guturales, aunque cuando no le interesa lo que decimos, se hace el tonto.

Es un pícaro y un temerario, pero le gustamos. Se divierte viéndonos emocionados a cada paso y por eso, cuando no va al volante, nos cae bien. Ah, y todo el tiempo -incluso cuando espanta a las ovejas a bocinazos- canta feliz. Creo que por la hermosa vida que le ha tocado vivir".

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