jueves, 16 de agosto de 2012

Nomadeando (II)

"Me despiertan los ladridos de un perro al otro lado de la lona que cubre nuestro ger. Pienso entre sueños que es posible que haya visto alguna alimaña, un zorro o un tejón, merodeando el campamento. Es aún noche cerrada, así que me doy media vuelta y sigo soñando con lobos acechantes y ataques esteparios un par de horas más.

Me levanto cuando Nora nos trae el desayuno. Consiste en té caliente, pan duro y unas gruesas rodajas de un embutido tipo mortadela que están bastante ricas. Gabri no está en la choza, ha salido temprano a dar un paseo por las colinas en compañía de Jon, uno de nuestros camaradas vascos.

Después de la viandas, me lavo la cara en el balde de agua marrón que tenemos en el ger. Salgo afuera y me invade una sensación de bienestar que solo sabe darme la naturaleza en ciertas ocasiones. El cielo limpio y despejado en el que se perfila secamente el vacío horizonte, y el aire fresco que inunda mis pulmones anuncian un gran día.

La expedición abandona el campamento rumbo al templo budista de Kharakhorum, sito en el pueblo que lleva su nombre. Debemos vadear más de un terraplén. Al descubrir que las recientes lluvias han abierto una grieta de dos metros de profundidad en medio del camino, optamos por rebotar campo a traviesa hasta nuestro destino.

A la puerta del templo se instalan buhoneros, charlatanes y feriantes que intentan vender a los turistas (mongoles en su mayoría) souvenirs, postales, espadas viejas y otras chucherías. Junto a la camioneta, un mongol vestido a la Genghis muestra la decadencia de su imperio al plantarnos en los morros una impresionante águila para que nos fotografiemos a cambio de una propina.

El ave parece aburrida e inofensiva, pero su pico y sus garras me disuaden de pasar por el trámite de ponérmela en el brazo. Por mucho guante de cuero que me brinden, temo perder un ojo al sostener la aviesa mirada de la rapaz.

El recinto del templo, -amurallado-, es enorme, y en él se levantan diferentes estancias para cada ritual o adoración. Desfilamos ante media docena de dorados budas y algún pintoresco espíritu protector. Es el caso de Yamandaka, que tiene seis brazos, es azul y viaja en burro. Despellejó a su hijo por ser un demonio, y sobre sus cueros asienta las posaderas en la grupa del asno. Lleva encerrado en su enorme boca dentada a otro de sus hijos, por si se le ocurre seguir los pasos de su hermano mayor. Madre amantísima donde las haya.

Acabamos la visita al lugar con los mantras de los monjes aún resonando en la cabeza. Oran tranquilos entre nubes de incienso y cuencos de aerik. Saben que los años en los que los soviéticos asaltaron el templo a sangre y fuego quedan lejos. Aunque no olvidan las tropelías cometidas.

Con pena, toca despedirse de los vascos. Se dirigen ellos a unas cataratas, mientras que nosotros vamos al hogar de otra familia nómada que plantó su ger en Arshat, una llanura que se abre entre las primeras dunas del Gobi y la base de los montes de Hughung Hangk. Nos volveremos a encontrar en Ulán Bator, para despedirnos como Dios manda, con cena y parranda.

Casi se me rompe el cuello al quedarme dormido mientras Nora atraviesa la estepa rumbo a Arshat. Los golpes, rebotes, frenazos y volantazos son constantes y violentos. Me sorprende que no tronque un eje, pierda una rueda o se desgaje por la mitad nuestra furgona, viendo cómo ésta mete el morro una y otra vez en las grietas a gran velocidad. Pero aguanta. Pese al crujir de tornillos y bujías, llegamos al asentamiento de la familia del joven Darla, que nos depara una tarde memorable.

Instalados y comidos, Gabri y yo pedimos impacientes a Darla que nos ensille un par de jumentos. El pastor tiene 25 años, aunque parece mucho mayor. Es muy flaco y nervudo. Y monta como un centauro. Lleva una gorra de la Roma y una camisa azul abierta hasta el ombligo. Calza botas de cuero desgastadas como las de Alatriste y unos tejanos rotos. Como a todos los mongoles, le asoma un incipiente bigotillo formado por seis pelos, que constituye todo el vello de su rojiza cara. Tiene la mirada franca y enseguida nos hacemos buenos camaradas él y nosotros.

Darla nos hace esperar con los pies a remojo en un río cercano donde abreva el ganado y saltan por todas partes minúsculos sapos. Esperamos pacientes sobre la arena fugada del Gobi, que viene a instalarse en la fresca orilla gracias a su aliado, el viento. De pronto, un cernícalo sobrevuela nuestras cabezas para perderse entre las ramas de uno de los escasos árboles que por aquí se ven. Tratamos sin éxito de descubrir el nido, justo cuando Darla nos lanza un silbido".
(...)

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