jueves, 9 de agosto de 2012

Viajar es "ser"

Pekín es nuestra definitivamente. A día y medio de abandonar China, hemos pillado el rollo al país, a sus gentes, a sus costumbres y maneras. Algunas no dejan de chocar, pero ya somos chinos. Era el objetivo de este viaje. Formar parte en la medida de lo posible, de aquello que nos encontremos. No solo mirar. Ser.

Andamos por las calles de esta gran ciudad como quien pasea por la Vuelta del Castillo. Negociamos precios, alcanzamos acuerdos, preguntamos direcciones. Sonreímos.

Los chinos sonríen fácil, y eso es algo que no se puede decir en todas partes. Antes de Pekín, no han sido pocas las chinitas que -con toda naturalidad- han querido fotografiarse con nosotros. Les parecemos raros, simpáticos, curiosos. Yo a ellos también les fotofrafío y nunca recibo un mal gesto. En la estación de Whanzhou, un grupo de niños se divirtió un buen rato escribiendo en caracteres chinos cuanto dibujaba yo en mi cuaderno de viaje.

Ahora estamos en la terraza del hostel. En el barrio que me quitó y devolvió el pasaporte, se vive como en un pueblo de Soria. Las casas son bajas, las abuelas toman la fresca y los hombres echan una partida a majhong. Dos niñas juegan al bádminton en una calle donde la ropa se seca al calor de la noche y un perro siestea entre las ruedas de una moto.

He comentado que hoy nos hemos hecho chinos, pero también ha sido un día de inevitable turisteo. Hay que pasar por el aro para ver a Mao disecado, por ejemplo. O para sentarse en medio de la plaza de Tiananmen, la más grande del mundo, e imaginar las revueltas del 89. O para admirar la nada vetada Ciudad Prohibida.

Enjambres de turistas devoraban con sus cámaras cada rincón, cada dragón esculpido en madera de los palacios imperiales, como lo hacían en Xian con los derrotados guerreros de Terracota. Si algún Ming levantara hoy la cabeza, a buen seguro rodarían unas cuantas.

Da igual. Merece la pena soportar paraguazos, empujones, y millones de fotos, si con ello se gana uno luego el derecho a ser de Pekín.

De que lo éramos me he dado cuenta cuando, lejos ya de la marabunta, en los jardines que rodean la colina del carbón, y después de despacharnos un arroz con verduras, nos hemos quedado fritos a la sombra de un ciprés centenario.

Al despertar hemos navegado junto a los nenúfares del lago Beihai. Atardecía ya cuando, escuchando a un grupo de abuelos cantar en un solitario rincón del parque, nos hemos despedido rumbo al barrio. Nuestro barrio. Mientras caminábamos en silencio, felizmente agotados, ambos teníamos la sensación de regresar a un lugar que de algún modo ya nos pertenece.

Mañana añadiremos una nueva maravilla a la mochila, la legendaria gran muralla. Defendía el territorio chino de las invasiones bárbaras. Desde sus atalayas miraremos mañana al horizonte. A los dominios de Gengis Khan, a nuestro próximo hogar.


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